LA TELARAÑA DE CARLOS CAPELÁN
David Barro
“Todo lo habitual teje una telaraña cada vez más apretada a nuestro alrededor; entonces, nos damos cuenta de que los hilos se han convertido en trampas y de que estamos sentados en medio, como una araña atrapada en ella que debe alimentarse de su propia sangre” Friedrich Nietzsche en Humano, demasiado humano
Las obras de Carlos Capelán demandan una observación lenta, detenida. El resultado de ese gesto paciente, se traduce en las más diversas interpretaciones y perspectivas, en una piranesiana exploración de la fractura perceptiva. Pero este caleidoscopio hipertextual -siempre abierto a un número indeterminado de conclusiones de un virtual espectador- no implica una obra no calibrada, sino al contrario, se trata de una medida tensión que no debemos entender como forma acabada sino como obsesiva tentativa de dotar un sentido.
Si para Umberto Eco lo cerrado esconde sus fisuras aunque las guarda, dejando lo acabado, lo concluso, abierto a nuevos gestos, ya funcionen como aberturas o nuevos cerramientos, para Capelán ese cierre se convierte en acumulación, en memoria tatuada, en ejercicio de perpetuidad de la identidad. Por eso, si jugamos a seleccionar momentos, advertiremos como la historia no se configura a partir de una continuidad de hechos, sino de la retención de una serie de imágenes representativas que almacenamos en nuestra memoria. Y es precisamente ese carácter de archivo visual y textual lo que sustenta uno de los principales motivos de lucha artística de este artista.
Cada pieza de Carlos Capelán funciona como memoria condensada que encierra tantas preguntas como respuestas, vivencias individuales y reconstrucciones culturales. Y lo hace a partir de un particular barroquismo donde convive la teoría pura y la condición íntima, en un afán más recapitulatorio que recopilatorio, reflexivo más que conclusivo. En el fondo, nos referimos a mapas que pueden ser recorridos en diferentes direcciones, donde la memoria funciona como algo vivo más que como recuerdo. Por eso hablar de memoria para Capelán es hablar de casa, de recuerdos pasados y presentes, de definiciones y abstracciones, de sueños; y por eso, cuando actúa, disecciona el espacio con el fin de generar un contexto propicio para albergar esa memoria en forma de trabajo.
Hay que aclarar que Carlos Capelán es un artista nacido en Uruguay que ha vivido en Colombia, Perú, Ecuador, México, Costa Rica, Noruega o España, lo que justifica ese interés por lo que el mismo denomina irónicamente ‘etnotecnia’; Capelán recoge un conjunto de objetos para conformar su contexto, pero son objetos reconocibles, familiares, si bien en muchos casos aparecen neutralizados o deformados como sumidos en un sueño. Esta realidad pervertida, estratificada, confunde realidad y ficción y da origen a variados resultados que dependen del grado de información y capacidad emocional del receptor. No es, por tanto, Capelán, un artista autoritario, sino un caústico contador de cuentos que entiende que la reflexión e interconexión de ideas debe situarse por encima de la mera invención de objetos. Y en esa estrategia de valorar lo cercano o lo local se encuentra un Carlos Capelán capaz de combinar varios lenguajes del mismo modo que hace con los niveles de información como modo de organizar el conocimiento.
Se entiende, entonces, su interés por el texto, por la cita, por el libro como contenedor, como encrucijada. Capelán sabe que un texto no sólo es lo que se lee, sino mensaje, intención, conjunto de valores. Un texto es una secuencia fija difícil de mudar, pero no sus interpretaciones. Por eso su textualidad cercana a la poesía visual se sitúa en el terreno de la literatura no lineal.
Paul Ricoeur advierte como “el texto como un todo y como un todo singular puede compararse a un objeto, que puede ser visto desde varios lados, pero nunca desde todos los lados a la vez”. Carlos Capelán sabe que no todos veremos el texto de una misma manera, que existe cierto grado de imprevisibilidad, de deriva o turbulencia a la manera entendida por Michel Serres. Por eso otorga importancia a la experiencia, así como a su particular simbología. En este sentido, Espen J. Aarseth nos habla del texto no conquistado como instrumento más adecuado para la adoración: “Las inscripciones murales del antiguo Egipto solían estar conectadas en dos dimensiones (sobre un mismo muro) o en tres (de un muro a otro y de una sala a otra) y esta organización permitía una disposición no lineal del texto religioso de acuerdo con el plano simbólico del templo”.
Tal vez, Capelán, como concluiríamos en Joyce, no esté seguro de tener una historia y, si la tiene, tampoco esté seguro de que esté todo en ella. Por eso permite y potencia las bifurcaciones, los saltos y enlaces, la imperfección poética. Uno, se pregunta todavía si existen finales en las obras de Carlos Capelán. Supongo que alguno existirá, pero como lector atento de sus croquis artísticos la verdad es que tampoco me obsesiono por saber la respuesta. Quizás la certeza supone la muerte de la expectación, o en otras palabras, la muerte supone la sanción de todo lo que pueda contar el narrador, si pensamos en Benjamin. Particularmente estimo que, como Borges, Capelán cultiva su propio jardín de los senderos que se bifurcan. Por eso es posible concluir y leer sin sensación de final, sin pasar el mal trago de una invalidación de nuestras primeras predicciones. Así, se prima lo especulativo, lo contaminado, el mestizaje; como en una suerte de hipertexto que invita a decidir al propio lector el momento de quebrar su lectura. En el Afternoon de Michael Joyce los lectores se enfrentan a 539 segmentos narrativos; necesitamos tiempo, decisión, disponibilidad para percibir referencias, para desarrollar hipótesis que contradigan lo asumido. Como señala Stanley Fish “los significados ya vienen calculados, no en virtud de normas incorporadas al lenguaje, sino porque el lenguaje siempre se percibe, desde el principio, dentro de una estructura de normas. Dicha estructura, sin embargo, no es abstracta ni independiente sino social; no es, por tanto, una estructura única con una relación privilegiada con el proceso de comunicación tal y como se da en cualquier ocasión, sino una estructura que cambia cuando una situación, con su asumido contexto de prácticas, propósitos y objetivos, ha dejado paso a otra”.
Carlos Capelán atiende más que a normas a intuiciones, por eso se muestra siempre muy versátil, polifacético y nómada ávido de respuestas. En lo formal, Capelán practica un tipo de dibujo o pintura expandida a la vez que deconstructiva, un quehacer con altas dosis de ironía y carga objetual. Así, actúa a la manera de un cirujano capaz de operar en nuestra realidad cultural para proponer relecturas; lo hace jugando con escalas, con texturas, con distancias. De ahí que insista en los motivos, transformando los recuerdos en caricias, o cicatrices, hasta lograr que cada obra sea una especie de ágora o punto de encuentro. Éstas actúan como ‘links’ o señales que remiten a otras, que se disimulan, que se potencian, que se niegan. Hablamos, por tanto, de un organismo vivo, de un discurso derridiano que se conforma a partir de huellas capaces de desbordar la linealidad de la escritura. Por eso sus obras guardan dos tiempos: un primer momento de confusión y otro producto de desdoblar la lógica disfrazada. Como espectadores debemos descodificar cada gesto, cada fragmento, cada detalle. Así, conseguiremos destapar cada memoria, entender el mapa propuesto, despejar las incógnitas que permitan desvelar la exégesis de sus intenciones.
David Barro
crítico y curador nacido en Galicia, España