PRIMERA PARTE
El Arte es, según Lacan, una experiencia recibida. De acuerdo a Catherine David, un espacio de acción de la vanguardia social. Siguiendo a James Clifford, el arte es una categoría cultural siempre cambiante de Occidente. Hay más versiones.
Más allá de las simpatías personales, generalizaciones como las anteriores me hacen siempre recordar que Schopenhauer se planteó la cuestión de si la representación del mundo era posible.
¿Es posible formular una representación del mundo? Esta pregunta me parece aún perfectamente pertinente.
Schopenhauer, se sabe, no escribió sus pensamientos con leche materna. Pese a eso las cuestiones que plantea me ocupan desde hace tiempo, y sólo agregaré que mi voluntad de aproximarme a sus ideas se complicó ostensiblemente desde que me tropecé con la siguiente afirmación:
¨En un sentido, estar en dos lugares es estar presente y estar en la representación al mismo tiempo. Porque las representaciones no son menos reales que lo que ellas representan; también son reales en la medida en que ¨las representaciones son hechos sociales¨. No son, en otras palabras, sólo represencias, sino presencias. Son parte de nosotros mismos”.
Sharon Stone
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Estábamos sentados en Berlín Mitte, palabras que describen un lugar de Berlín que en algún momento estuvo cruzado por una línea divisoria. Jimmie estaba contento y cansado. Un galerista le había pedido que hiciera obra gráfica que serviría para financiar no recuerdo qué proyecto. Maria Thereza estaba en Marsella terminando de usar un apartamento por el que ya habían pagado contrato de antemano. Creo que estabamos hablando distraídamente de lo que alguna vez dijo Gerardo Mosquera: que actuar desde una situación, es infinitamente mejor que representarla. Pero perdimos claridad porque el mozo que nos atendía en aquel restaurante hindú (Archuna) mezcló de manera elegante y desafortunada el alemán, el español y algún tipo de inglés. Jimmie estaba más delgado que en años anteriores. También más lento. Creo que la falta de Maria Thereza le hacía comer mal. Pero estaba en forma. Moviendo sus dedos en una ensalada con la parsimonia de quien ha hecho el mismo gesto durante años, hablamos de los ruidos de Berlín (a las siete de la mañana comienza el permiso de construcción en la ciudad, miles de trabajadores esperan con sus herramientas la señal del capataz para comenzar una batahola de todos los infiernos). Recuerdo que alguien volvió a hablar del mal gusto militarista implícito en la noción de vanguardia y de la arrogancia del concepto. Nos estábamos aburriendo. Un balde de agua cayó desde el tercer piso. Era la una de la tarde. Un taximetrista turco se indignó sin humor. Estaba empapado. Una pareja de turistas con una hija adolescente y larguirucha miraban con desconfianza hacia las cornisas del edificio. Alfredo pidió un café.
Hacía un par de años que no veía a Jimmie.
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Porque si el arte es concebido como categoría cultural siempre cambiante, sus atributos estarán permanentemente negociados en ese desasosiego indescifrable de intereses, poderes, información y debates que conllevan los contextos, me dicen Anders y Maria. Todo lo cual nos complicaría mucho la vida, eso es claro. (¡Así la cosa no funciona!) Entre tanta plaga de negociaciones, las retrospectivas de Van Gogh y las cadenas de los museos Guggenheim terminan por ser algunos de los pocos lugares que ofrecen estabilidad. No se puede pasar el tiempo averiguando qué quieren los demás, me aseguran ambos con una sonrisa cuando me bajo del coche en la plaza. Lo de las negociaciones es una plaga! me dicen en tono divertido y agitan las manos en un adiós rápido.
Cuando me pongo nervioso pensando en procesos y abstracciones (¡siempre cambiantes!) busco la paz en cosas más concretas. Por ejemplo: trato de imaginar y ordenar colecciones de platos, martillos, frutas o sillas; en fin, objetos familiares. ¡No me vengan ahora conque las sillas son tan volubles como para estar siempre mirando por la ventana a ver si viene o no viene “la categoría cultural siempre cambiante”! Las sillas son objetos serios. O todavía imagino algo mejor: una colección de recortes de uñas. Cada individuo con una colección de sus propias uñas.
Jimmie no pidió un café y sentí que inmediatamente se arrepentía. Por la ventana veía una casa del 1800 que imitaba un estilo del 1600. Más tarde Alfredo y yo tomamos un taxi para llegar a un lugar de Berlín cuyo nombre no recuerdo. Una manifestación de miles de personas en patinetas interrumpió el tránsito por veinte minutos. Estábamos frente a un monumento que evocaba la llegada a la ciudad de las tropas rusas a finales de la Segunda Guerra. La construcción tenía dos viejos tanques en unos pedestales de concreto dispuestos a los flancos. Atardecía. Aburrido por la espera, el taximetrista creyó que mirábamos los vehículos guerreros. En realidad mirábamos un atardecer lánguido y eterno. Uno de los pilotos de los tanques había sido una mujer. Nos dimos cuenta de que el taxista estaba emocionado. Nos contó una historia de gente cultivando hortalizas en los parques. Luego de la guerra no había qué ponerse. Los manifestantes terminaron de pasar. No volvimos a hablar en el camino hasta llegar al lugar donde nos esperaba Karin, quien más tarde nos contaría la historia de su vecina. Karin la había invitado a su casa a tomar el té. La vecina no podía. Karin no se atrevió a preguntar por qué. La vecina se lo quiso explicar de todas maneras: tenía que planchar su dinero. Karin no dijo palabra. La vecina siguió el relato: a veces ocurre que te dan billetes arrugados. Hay gente que lleva sus billetes en el bolsillo, hacen una bola de ellos y los billetes se arrugan. Karin callaba. La vecina no podía hacer circular un billete así, dijo, y miró a Karin buscando asentimiento. Karin la miró a los ojos. La vecina, todas las tardes antes de cenar, revisaba los billetes y planchaba los arrugados. Antes de despedirnos Karin propuso que nos viéramos el día siguiente para ver la colección de arte que se estaba instalando en el nuevo Reichstag. Yo tenía interés en ver la casa donde había vivido Brecht a su regreso del exilio. Había escuchado que desde sus ventanas Brecht veía el cementerio donde ahora está enterrado.
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Pero pese a mi deseo final de honestidad las vaguedades insisten: ¿quiénes somos nosotros, cuáles nuestros deseos?
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Los artistas, por ejemplo: ¿en qué hotel viven?
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“¡No parecía arte!” dijo Germaine con una sonrisa alegre. Se refería a su propia muestra en una galería de Ottawa.
Si su muestra de arte, en una galería de arte no parecía arte, entonces lo que estaba haciendo era expandir la noción de arte, comenté sin sutileza. Germaine me miró. Odiaba ser rudo. La noción de la alternativa como una cantera de renovación del mainstream me recordaba la borrachera con Ron el día que se rompieron los baños en ese lugar snob de SoHo. Otra historia del SoHo: este bar tuvo como una de sus atracciones, la frivolidad de baños individuales con puertas transparentes que, al ser cerradas por dentro, se volvían lechosas y opacas. Un dispositivo horriblemente caro. Ronald J. y yo estabamos en compañía de una de esas personas que tienen negocios en el SoHo trajinando el estudio ritual de los martinis y los cigarros cubanos contrabandeados, cuando las puertas ¡Oh Veleidad de las Cosas del Espíritu!, dejaron de hacerse opacas. No es que sea fácil tirar por tierra presupuestos estéticos como el formalismo. El formalismo ha sobrevivido, con buena salud, la desmaterialización del objeto artístico, el anti-arte, el mal arte, el no-arte, la muerte de la pintura, el fin de la historia y el ataque de las instalaciones y los objetos post-duchampianos. Personalmente he sido siempre un gran entusiasta de la moda de las actitudes post-duchampianas. Algún coleccionista ha pagado fortunas incomprensibles por un Van Gogh que ha prometido llevar consigo a la tumba. Hace unos años atrás un grupo de alegres negociantes compraba colectivamente un Picasso y lo cortaba en secciones de un centímetro cuadrado. Cada fragmento era enmarcado separadamente. Imaginemos sólidos marcos dorados. Al poner los trozos a la venta se comprobó que la ganancia superaba generosamente las sumas invertidas. La supervivencia del formalismo no sólo se hace visible cuando se pagan precios altos por obras conceptuales de los sesenta (un par de páginas con cifras tipografiadas). Pero veamos: ¡he aquí el formalismo en buena salud!: una revisión reciente de la historia del arte conceptual propone reducir ese movimiento a obras que sólo usaron la palabra o el lenguaje gramatical como soporte. La noción formalista persiste, claro, en la urgente necesidad de rupturas formales. Para nuestra desesperación, algún chino dejó caer la sospecha de que “el vacío se expresa por la forma”.
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A Nikos, nuestras disquisiciones sobre la forma lo hacían pensar en otras cosas. Como griego, como australiano y como Nikos, la estrategia de una propuesta (vale decir, la emisión y la recepción de ciertas estructuras de lenguaje) era la incisa forma que ocupaba sus pensamientos. Pero a Nikos no le parecía prudente desviar la atención en una charla como ésta, así que sin darnos cuenta cambiamos de tema. Germaine pensaba con intensidad, con esa seriedad absoluta e inmisericorde de algunos jóvenes. Luego se puso a hablar animadamente y con una sonrisa de profunda alegría. Debido a que su esposo, que es escritor, consiguió empleo en un restaurante en esa época, un amigo común asumió que estudiaba para chef. Las pocas veces que le escuché a Geoffrey decir que trabajaba con un texto yo asumía que estaba escribiendo recetas de cocina.
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MI VIAJE EN TREN POR LOS BOSQUES CANADIENSES. Como tenía el día libre se me ocurrió hacer un viaje por los bosques canadienses en un antiguo tren con locomotora a vapor. Era un trayecto breve, concebido para la nostalgia y el ocio, hasta un pueblo dormido a orillas de un extenso lago. El viaje me daba tiempo de llegar al pueblo, dar un paseo largo, almorzar, y hacer el regreso esa misma tarde. No bien entré al vagón me sentí raro. No supe por qué. Uno de mis placeres es esa broma fácil de los trenes: la sensación de ser viajado. Uno se sienta en el tren y el paisaje desfila mientras el cuerpo se ocupa de los zapatos o de mantener en orden los objetos personales que uno lleva. Debí de haber tenido una expresión ausente, porque la muchacha quien había controlado mi billete se me acercó con la decisión de quien tiene derecho a examinar al otro. Entabló una conversación que rápidamente pasó del estado del tiempo al libro que yo traía conmigo y que, distraídamente, había dejado en un asiento. Leí en el marco de la ventana un aviso de precaución invitando a no asomarnos por la misma. La muchacha tenía fuertes opiniones con respecto al destino y ustedes ya advierten que me acabo de entregar al placer del relato. Adivinó un mes y un signo para mi cumpleaños y me dijo todo lo que podía con respecto al suyo. Era delgada, cabellos castaños, ojos asimétricos y una sonrisa fácil y contagiosa. El uniforme aumentaba la impresión de que actuaba con auténtico desparpajo. Comencé a releer mecánicamente la invitación a no asomarnos por la ventana. Una señora obesa que viajaba con su marido se dio vuelta sobre su asiento y dijo que ella no estaba de acuerdo con el determinismo del Zodíaco. Me llevó muchas lecturas darme cuenta de que la inscripción en la ventana estaba en sueco. Las inscripciones del vagón que señalaban donde poner el equipaje, cómo abrir las puertas y dónde estaban los baños estaban todas escritas en sueco. Las cortinas eran las mismas que había conocido durante años en viajes de Lund a Gotemburgo, de Lund a Estocolmo, de Escania a Falun y de Uppsala a Boden: telas de algodón resistente con barras cafés, naranjas y blancoamarillentas. Sin cerrar los ojos respiré hondo el olor del vagón. En la ventana todavía estaba el lago. La señora obesa quiso cambiarse al asiento contiguo para continuar la charla, pese a las demostraciones de incomodidad de parte del marido. Para hacerles lugar, la muchacha del uniforme quitó el libro del asiento y lo apretó contra su pecho.
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Yo he hecho proyectos sinceramente flojos. ¡Vanidad de las cosas del espíritu! Me arrepiento sinceramente en la confianza puesta en mi capacidad de improvisación en condiciones adversas. Más veces de las necesarias he llegado a hacer un trabajo y he encontrado que no existían las condiciones para hacerlo. Los espacios no coincidían con la información recibida, los materiales pedidos no estaban, la infraestructura técnica prometida no aparecía, el apoyo solicitado no llegaría. Un par de veces he conseguido revertir esas dificultades y, pese a todo, he logrado hacer algo. Otras veces no. ¡Vanidad de las cosas del espíritu! Mareado por las presiones de la institución, por el viaje, por la cercanía de la apertura, y por mis arraigadas cegueras, he dejado que esos trabajos se presentaran aunque no me gustaban. ¡Torpeza de las estrategias políticas! ¡Me he expuesto al ridículo profesional muchas veces!
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Después de haberse despedido de todos Jimmie se levantó y con sus piernas largas atacó la esquina. Habíamos cenado en unas mesas puestas en la acera, frente al lugar donde una vez estuvo la casa de Käthe Kollwitz. La noche de verano arrastraba despreocupación y calma. Jimmie caminó meciéndose como un barco, una bolsa blanca de plástico colgando de una de sus manos. Pareció que dudaba por un momento. Levantó sus ojos por encima de las copas de los tilos, al cielo y a los techos de las casas. Detenido, barrió el espacio un par de veces y con la cabeza un poco inclinada hacia la derecha se decidió por una calle. Los primeros pasos fueron adquiriendo velocidad hasta que desapareció entre los coches. Alfredo lo miraba con una sonrisa divertida. Puestos a hablar, podríamos decir que no hay obras de arte. Sólo arte. Podríamos decir también que entre la profusión de cosas del mundo, algunas son leídas a través de esos sistemas que llamamos arte. Podríamos decir que es la mirada de estos sistemas la que busca significación en las cosas del mundo.
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Podríamos seguir diciendo que es la mirada de estos sistemas la que busca significarse en las cosas del mundo. Podríamos decir que es la mirada de estos sistemas la que busca significados en la profusión de cosas del mundo. Podríamos decir que esa mañana con sol y nubes revueltas era de fin de verano, y que el aire estaba fresco. A mí me entusiasmaba la idea de dejar la ciudad por un rato. La primera vez que salimos a buscar rojo ocre con Alfredo Pernín en el Sureste de Suecia no usamos el mapa que yo traía. Alfredo, cuya curiosidad le llevó a estudiar geología en un tiempo, cruzó las lomas verdes, clavó en sus ojos los tendidos eléctricos, los sembrados, los caminos y se orientó en el terreno murmurando para sí mismo. Al rato giró para meter el coche en un camino pequeño, se detuvo, y dijo que allí podíamos comenzar la búsqueda. Caminamos siguiendo un curso de agua entre plantíos y cercas. En cierto lugar se formaba un pequeño barranco. Escarbamos en sus paredes y yo ya sabía que encontraríamos el ocre. Yo lo sé: en esos momentos precisos, esa situación para mí encarnaba lo romántico. Ya de regreso al auto, Alfredo hizo un cigarrillo y volvió a mirar el terreno. El asunto, me dijo, es que más allá de que uno se lo proponga o no, la mirada explica. La cartografía es, como tanta otras cosas, una convención para representar procesos mentales, siguió. La percepción, aún sin proponerlo verbalmente, organiza. Yo le alcancé los trapos que estábamos usando para limpiarnos las manos embarradas, y le dije que su discurso era muy artístico. A Alfredo no le preocupó en lo más mínimo. Para hacerme más explícito le aseguré que en la actividad artística era perfectamente posible proyectar un deseo de organizar conocimiento. Atardecía lentamente como sólo atardece en los veranos del Norte. Alfredo arrancó el coche y nos fuimos a tomar café en la esquina de un pueblo perdido entre las remolachas. Para Alfredo, cualquier movimiento en la energía del universo era un intento organizativo aunque el azar, el caos y el capricho aparente de ciertos fenómenos, no nos presentaran lógica ni respeto. La pregunta que más bien le fascinaba del arte, me aclaró, era que estos fenómenos hubieran sido tan íntimamente asociados a la identidad de una persona. Le dije que la tradición del artista contemporáneo no podía romper fácilmente con ese atavismo, y le comenté la historia de los cambios de nombres de los maestros chinos. En este caso el cliché de los maestros chinos es apropiado: cada vez que terminaban por adquirir cierto prestigio cambiaban de provincia y se iban a un lugar donde no les conocieran, a veces hasta mudaban de estilo y regularmente firmaban los trabajos con nombres apócrifos. El coleccionismo posterior se ocupó de catalogar y cotejar. Pronto hubo guías informativas de las rutas, los estilos y los nombres que adoptó cada maestro. Pese a que el café estaba ácido y demasiado caliente seguimos sentados a ver adónde nos llevaba la charla del otro. Alfredo dijo con calma que lo que impulsaba el afán de identidad en el ejemplo citado era la necesidad de fetichizar el objeto. Me encantó retrucarle con la respuesta clásica de que la identidad del artista es, en sí, un objeto fetichizado. Mientras hacía otro cigarro, Alfredo murmuró algo así como que lo que parecía francamente agotador de parte de los artistas, era el enorme trabajo que invertían en negociar sus proyectos a la hora de organizar de conocimiento.
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Pese a que sus esfuerzos resultaron en una renovación formal del repertorio modernista, no puedo sino sentir simpatía por muchos artistas que trabajaron con las ideas de lo que hoy conocemos como conceptualismo. Sobre todo me entusiasma el proyecto que ellos llamaron “desmaterialización del objeto artístico”. Entiendo que al proponerse esto, identificaban el meollo de la obra no como una cualidad intrínseca del objeto físico en sí (el cual podía ser intercambiable o elaborado en completa ausencia del ¨artista¨), sino en ciertas ideas o nociones traficadas por la percepción (significando por percepción algo más que la suma o combinación de los cinco sentidos sensuales). Al desprenderse de las cualidades intrínsecas del objeto, estas nociones señaladas, filtradas, y de alguna manera apropiadas por quienes se propusieran asumir el juego, se concedían como patrimonio específico de cada una de las conciencias envueltas en el proceso. Ésta es, me parece, una propuesta ética que potencialmente implica un alto respeto en la relación para con el otro de parte de los involucrados. También me parece una propuesta de alto potencial subversivo, por cuanto el mero hecho de articular una cierta percepción hace posible que la propiedad de la obra esté en la disposición de cada uno a instrumentar un sentido en ella. Difícilmente puede pedirse en este terreno un proyecto de democracia radical más ambicioso y paradójico de orquestar.
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Peter Arnesson trabajó algunos veranos conduciendo taxis en Göinge, una zona al costado de las grandes rutas de Escandinavia. Un terreno accidentado, con grandes áreas todavía cubiertas por abetos y robledales, Göinge parece a veces tan aislado como lo fue durante la época de los granjeros vikingos. Como el lugar es poco poblado y las comunicaciones son escasas, la administración del lugar dispuso que ciertos días a la semana los habitantes más viejos dispusieran de un taxi que les acercara las compras que ellos encargan en las tiendas de los alrededores. Enfundado en un uniforme que no se llevaba bien ni con el lugar lejano ni con el deseado sol del verano, esta era la parte del trabajo que más divertía a Peter: levantar los pedidos hechos en la tienda, la farmacia y en el estanco de alcohol del pueblo, y partir hacia el bosque a distribuirlos.
Sólo contaré la visita al lugar de Petter Pettersson, 86; mal contada y a los tropezones, porque en la breve hora y media que pasamos con él sucedieron tantas cosas insignificantes y específicas que mi literatura no daría abasto para contarlo.
Aparcamos frente a la casa y Peter hizo sonar la bocina del coche. Con el pelo revuelto, las canas volando al aire, camisa blanca abotonada al cuello y pantalón, chaleco y saco café oscuro apareció Petter Pettersson en la puerta de una casa escondida en la penumbra de los árboles. Luego volvió a entrar tan rápido como se había mostrado. ‘Está poniendo agua para hacer café’ dijo Peter. El resto fue una marea sin interrupciones en la que Petter Pettersson nos envolvió con una energía fulminante. Primero nos hizo ver el bombillo eléctrico que tenía en el living. El único bombillo eléctrico dijo, porque en las demás habitaciones que eran demasiadas para un hombre sólo y viejo como él, no hacían falta. Luego nos hizo un recuento breve desde su bisabuelo, quien construyó la casa, y de su propia soledad en ella, soltero y sin hijos que continuasen la historia familiar. Luego nos mostró la escopeta antigua con la que cazaba conejos y nos contó al menos tres historias detalladas y pertinentes. Luego fue el relato de esa vez cuando estuvo enfermo y le llevaron al hospital de Lund, que por esa época era la mayor maravilla médica concebible. Nos enseñó fotos de ese viaje, el único en su vida, en las que se veía un hombre joven sentado en el césped con unos árboles frondosos detrás; fotos delante de una construcción de ladrillos rojos. Él de camisa blanca. Aún estaba orgulloso de la experiencia. Del paquete de fotos envueltas en periódicos y atadas con una cinta morada, tuvimos que ver el resto. Algunas eran de gentes con peinados tiesos y miradas transparentes. Petter ya había olvidado quienes eran, pero los tres miramos las fotos como asomándonos a un pozo. Petter Pettersson había encargado del pueblo una botella de aguardiente que no podíamos dejar de probar antes de irnos. No había manera de dejar de hacerlo aunque mi amigo Peter no fuera un entusiasta de esa bebida, ni aunque al beber pusiera en peligro su trabajo que prohibía estrictamente tomar alcohol y conducir. Peter, sabiendo que la charla era la parte que daba sentido final a sus visitas, siempre encaraba este momento de la tarea con toda la resolución de quien sabe qué debe de hacer en una situación precisa. Petter Pettersson insistía con alegría en atacar el aguardiente, sus recuerdos y sus ideas ante las cosas. Filosofó sobre el mundo de los sentidos (al cuerpo, durante el verano, le parece que la vida tiene un cometido diferente que en invierno), sobre el conocer, sobre la lectura (no leía mucho porque había pocos libros a su alrededor, pero siempre leía y ninguna lectura le había sido indiferente; todos los libros aunque no sean buenos, son interesantes), sobre la juventud (de pronto perdió la distancia y nos comenzó a hablar de sus planes de embarcarse como marino y llegar a Panamá), de por qué no le interesaba ir a París, y de los sonidos que escuchaba en el sillón en el que estaba sentado ahora mismo cuando no tenía nada que hacer.
Mientras hablaba, Petter Pettersson hizo café varias veces, buscó y trajo diversos objetos y paquetes, sirvió galletas de dos tipos, trajinó la botella de aguardiente, puso su gato sobre sus rodillas y lo volvió a dejar en el suelo cada vez que se levantó a mirar por diferentes ventanas, con la rutina de quien ha hecho lo mismo por mucho tiempo. Desde el comienzo Petter supo que llegaría el momento en que deberíamos marcharnos, de modo que había inventado varias estratagemas para demorar nuestra partida. Peter Arnesson contaba con ello, así que comenzó a despedirse con mucha calma sabiendo que no nos iríamos sino hasta probablemente el quinto intento. Al rato, la partida era irremediable. Otros clientes esperaban que les lleváramos los pedidos. Petter Pettersson sabía que ese era el argumento último y que ya no nos podía retener. Entonces hizo una solicitud final, casi con tristeza. Nos pidió que antes de irnos fuéramos al corral a despedirnos de la vaca. Salimos los tres y dimos la vuelta en derredor de la casa. En un espacio cercado entre árboles oscuros estaba la vaca. Arrancaba con un ruido sordo mechones de pasto y movía la cola sistemáticamente, apartando a los mosquitos. Un pájaro grande se posó en su testuz y la vaca nos miró un rato, moviendo sus mandíbulas. Petter Pettersson entró al corral. Se había puesto la gorra al salir y acomodado el cuello de la camisa. Caminó lentamente hasta la vaca, se le paró enfrente y puso las manos en los bolsillos. Quedó así un momento, mirándose con el animal, y yo tuve la sensación de que estabamos todos juntos haciendo eso: mirando la vaca. Luego se volvió a vernos con una sonrisa tímida y se acercó a nosotros. La vaca le siguió y dejó que la acariciáramos. Estaba caliente y húmeda. Petter seguía sonriendo, ahora con más confianza. Salió del corral, nos acompañó hasta el coche. Nos dio a cada uno la mano en silencio y se nos quedó viendo sin decir una palabra mientras nos marchamos entre los manchones de luz que atravesaban los árboles.
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Hay lugares horribles. Hay lugares completamente espantosos y horribles. Pero a mí una silla siempre me ha parecido un lugar conmovedor. Sobre todo las sillas vacías. Yo sé que a Jimmie no le gustan las sillas. Yo odio los sillones. Quiero decir, me gustan, pero para otros. No puedo sentarme a gusto en ellos. Esto no quiere decir que no disfrute del placer que advierto en muchas personas cuando están confortablemente arrellanadas en un sillón. Pero con las sillas es diferente. Tengo una atracción profunda por las sillas vacías. No me molesta que a veces tengan gente encima. Pero en cuanto sucede, la silla se me pierde y todo lo que veo es la persona sentada. En cambio una silla vacía es, definitivamente, una silla.
Hay genialidades como el pincel, la tijera, la pelota. Inventos estratégicos. La silla me parece un lugar impecable. Los espacios vacíos y los espacios llenos; el ritmo de sus partes; lo que recibe y lo que sostiene; el espacio que es, el que genera en derredor suyo y el que ¡maravilla! sugiere. Me sorprende que en el Tao Teh King no se hable más de las sillas. Se ha hablado del Yo como de un carro y sus partes, también por allí se habla del eje de la rueda y del vacío del vaso. Una silla es básicamente un asunto con el espacio y la ausencia. No puedo acabar de digerir que Jimmie no entienda el paradigma de la silla. La humorada de ser y no estar, su estúpido chiste.
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Tal vez el arte aspira a ser verdadero del mismo modo en que cualquier cosa lo es. Tal vez todo lo que pasa es cierto. Aunque algunas cosas son verdaderamente interesantes. Los artistas chinos cambiaban de provincia, nombre y estilo para no ser borrados por el apego al yo. Una vez Oscar Hemer y yo recibimos a Gayatri Spivak a su llegada a Malmoe. Apareció en una silla de ruedas escoltada por dos enormes policías. Todo eran sonrisas entre ellos. Oscar y yo estábamos pálidos, pensando que en el viaje desde Delhi la Spivak pudiera haberse roto una pierna o dañado la espalda. Al día siguiente comenzaba un seminario en el cual ella era, sin dudas, la estrella. Una vez que la silla de ruedas quedó en nuestras manos y pudimos enfilar hacia un taxi, Spivak saltó alegremente y nos dio un efusivo abrazo a cada uno. Para sacarnos de nuestro asombro nos dijo que había jugado el viejo juego de la Dama Enferma, con lo cual había conseguido que la trataran bien y que por una vez en la vida no la jodieran por tener que andar por el mundo con un maldito pasaporte de la India.
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El primitivismo, se ha dicho ya muchas veces, es una necesidad recurrente en culturas que elaboran una conciencia clásica de sí mismas. La necesidad de un pasado arcaico, de un desarrollo y probablemente de un destino histórico, explican la necesidad de lo Primitivo. Lo que sorprende es ver cómo en la sociedad de nuestros días este mito del primitivo se ha generalizado como creencia popular. Hollywood lo propone constantemente. El éxito masivo del Joseph Beuys heroico lo confirma. Después de haber pasado unos escasos días curándose de un accidente con pueblos exóticos (no alemanes) Beuys trabajó durante cuarenta años hasta generar una masiva retórica shamánica de esa experiencia. La idea del artista como alguien particular que gestiona el pasaje entre mundos parece simplista, pero goza de buena salud. Otra cosa que recuerdo de cuando recogimos a Spivak es que traía apretada entre sus manos una cartera color borra de vino. Más sorpresivo me resultó un sombrerito puesto coquetamente de lado sobre sus cabellos cortos. Creo que Spivak ha regresado a Malmoe un par de veces más. A Mattis no lo he vuelto a ver nunca.
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No hay mejor manera para generar identidad, defender identidad, discutir identidad y negociar identidad que el arte contemporáneo de los últimos 300 años.
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Pero la fuerza de la forma es realmente paradigmática. Las codificaciones del valor, por claras o por difusas, generan siempre turbulencias. Desde el horizonte de la estética china, basada en la experiencia del kí, la diferencia de valor entre una pintura, un accidente o una piedra no es funcionalmente precisa. Lo que no impide excesos como el de aquel samurai, que salva un manuscrito valioso para su señor de ser destruido por el fuego, guardándolo en un corte que hace en su vientre antes de ser devorado por las llamas. Si el vacío se expresa por la forma, el modo de relación con los contenidos puede propender a atentas negociaciones con la percepción, entendida como la entendieron ciertos artistas conceptuales. El vacío también puede engendrar horror, autoritarismo o trampas. Perogrullo enseña que de la relación paradigmática con las formas, a la relación programática con El Buen Gusto, hay sólo un paso. Perogrullo existe. No se sabe por qué los vidrios de los baños de ese lugar del SoHo dejaron de funcionar. Mejor dicho yo no lo sé.
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Es claro que uno de los inconvenientes de hablar de “organización del conocimiento” es que la idea en sí despierta asociaciones con actividades que podrían tener que ver con explicaciones o con pedagogía. En eso tienen razón Duclós y Alfredo: cualquier actividad en principio organiza conocimiento. El dilema es referenciar esa actividad dentro de los sistemas de lenguaje. Puesto de otra manera: el problema es hacer funcionar la experiencia de organizar conocimiento dentro de las estructuras que proponen los lenguajes. Los sufis dicen en algún momento que lo que no es transmisible a otro, no es una experiencia. Nuestra necesidad de generalizar y transmitir es poderosa.
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El Gusto y la Actitud arrastran Ideología. Lo Académico esconde el Yo. Nuestro arte está atravesado por firmas y fechas. El 12 % de la población mundial tiene hoy acceso directo a teléfonos. Se dice que el test de personalidad llamado Rorschach es el único test de sicología que funciona independientemente de contextos culturales específicos. La escritura es un problema. El test Rorschach es, digamos, un honesto ejemplo de canasta artesanal. Un manojo de ramas de mimbre con misterio. Si yo leo tus tarjetas con las manchas Rorschach, tú lees mi lectura; más manojos de ramas, más misterio, más mimbre. Si yo leo tu lectura, más mimbre, más misterio.
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Otro invento genial es el pincel. Se nos dijo que el Homo habilis fue el primero en fabricar herramientas hace 1.6 o bien 1.9 millones de años atrás. Hoy día se dice que el Australopitecus garhi hace 2.5 millones de años ya hacía instrumentos de piedra para partir los huesos de sus comidas y llegar, por así decirlo, a la médula de las cosas. No sólo eso sino que además, en la zona en donde se encontraron los restos de A. garhi y sus artefactos, parece no haber habido la materia prima necesaria para la manufactura de los mismos. Lo que quiere decir que los A. garhi transportaban los utensilios consigo. Todos entendemos lo que estos descubrimientos implican: que al poder llegar a la médula de los huesos los A. garhi tenían acceso a una dieta rica en energía y grasas (lo que les permitiría entre otras cosas colonizar zonas del planeta con condiciones de vida más duras que las que hasta ese entonces estaban habituados) y que además, como consecuencia de una dieta más rica, sus cerebros recibirían un impulso mayor para aumentar su capacidad y desarrollar tareas más complejas. Los científicos piensan que, ya iniciado el proceso de construir herramientas, ese mismo ejercicio combinado con la variación de la dieta produciría una transformación cualitativa del uso del cerebro. Lo que este texto se propone demostrar en función de la documentación presentada, es que la creación de una tecnología está directamente asociada a la necesidad de resolver necesidades concretas, y que su propio desarrollo genera otras necesidades, no siempre previsibles de antemano. Le expliqué a Mónica que lo que a mí me habilitaba la mentirilla piadosa de ser artista, es que en mi trabajo yo persistía en el uso del pincel. Mónica me miró y vi que interpretaba lo dicho como si hubiera asegurado que no fumaba y me bañaba todos los días. También le dije que por voluntad propia había reducido mi lenguaje de imágenes a no más de treinta, y que intentaba repetirlas por un período de, digamos diez años. Le expliqué que si pudiera me gustaría seguir haciéndolo por más tiempo, digamos 75 años. Me siguió mirando con los mismos ojos. Desarrollé mi idea de que siguiendo el deseo de establecer vanguardias históricas, se podría decir que el primer movimiento global en el arte había sido el uso del rojo ocre. Me dijo que la historia siempre le enseñaba cosas. Ya un poco nervioso le expliqué que siempre intentaba respetar la inteligencia del público. Me sonrió con gracia, movió la cabeza que yo veía recortada contra el mar, acomodó sus apuntes y me devolvió una mirada inteligente. Todos hemos visto monos fabricando utensilios. Tomar una rama, quitarle ciertas hojas y usarla para tomar agua metida en un pozo, por ejemplo. O pelar un palo para introducirlo en un hormiguero en busca de comida. También hemos visto animales que cometen suicidio, o somos conscientes de que seres humanos que no crezcan en compañía de otros, difícilmente generan lenguaje. Una vez, en Toscana, un alacrán se abalanzó sobre la punta de mi pincel y forcejeó con él todo lo que pudo. Lo genial del pincel es eso, proponerse a transportar materia de un lugar a otro. Pensar sigue siendo un modo de transformación de la materia.
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Jimmie abrió una botella de cerveza y se la alcanzó a Mónica. Una compañía de mineros franceses había explotado no sé qué materiales en ese pueblo en medio del desierto. Para que las esposas de los ingenieros pudieran ir a misa habían encargado una iglesia de metal en Bruselas. El ingeniero que diseñó la iglesia se llamaba Eiffel. La calle era una polvareda donde los niños de la escuela local ensayaban el desfile del día de la patria. Marchaban con un maestro lleno de vocación y un coche con un altavoz tocando música. Todos cantaban más o menos al unísono: “era un biquini, chiquitito,chiquitito, de lunares amarillos”. Todos llevaban uniformes. El aire era muy seco. Mónica dijo que la ocasión le parecía propicia. Que en ese momento el mundo le parecía propicio y que deberíamos visitar la iglesia de metal para ver los vitrales.
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No es que el arte se haya convertido en una cosa tanto más diferente de lo que era y que ahora sólo sea una actividad que existe en función de un contexto. La novedad más bien consiste en que en ciertos casos el contexto ha pasado a ser explícitamente un material del arte. A veces un soporte. O un contexto. Es por eso que la pintura ha perdido criminalidad y vuelve a ser interesante como soporte de discurso. Quiero decir que la pintura, despojada ya de la certeza modernista, es tan interesante a su manera como lo son las sillas, la historia del arte, como el nombre del artista o el texto interpretativo. Mientras escribo esto se publica la noticia de que en el Estado de Kansas el Consejo de Educación eliminó la teoría de la evolución de las pruebas de evaluación de sus estudiantes. No se la prohibió explícitamente, pero se la pretende dejar en condiciones de sobrevivencia como las que habrán tenido en su tiempo los dinosaurios.
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Una vez presencié una larga charla con un colega escultor que proponía un interesante deseo para sus trabajos: si todo el universo desapareciera y sólo quedara una cualquiera de sus obras, imaginaba que el inmenso Todo pudiera ser recreado a partir de la información contenida en esa escultura. Alguien le replicó con rapidez que el deseo era loable siempre que se admitiera que el universo podría, en principio, ser recreable a partir de la información contenida en cualquier otra cosa, por ejemplo: una mierda de mosca. El colega se enfureció por una comparación que le pareció indigna.
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Tengo los ojos claros y la mente estrecha de los celtas, decía Rimbaud. Durante la dinastía Tang, S IIX de nuestra era, un grupo de artistas denominados Yi Ping trabajaban en una tradición tan codificada que desarrollaron algo que nosotros no dudaríamos en considerar una actitud anti-arte. Entre otras cosas corrían alrededor de las telas de seda sobre las cuales arrojaban color, se sentaban a meditar sobre ellas, las arrastraban, o usaban como pincel sus cabelleras inmersas en pintura. Una de las instancias críticas de nuestra tradición inmediata aparece cuando el sistema de producción simbólica del arte es visualizado como conjunto y totalidad. En una especie de toma de conciencia antropológica del arte, el objeto artístico es considerado como portador de información de paradigmas de la cultura. Como un agente, eventualmente catártico, de un entretejido simbólico. Respetar la inteligencia del público (o no) es parte del proceso en el cual la recepción y la emisión de la obra se han contagiado mutuamente. Ése es el coloquio. René no le pegó a nadie esa noche, ni las noches siguientes. Pero no pudo librarse del saber que aspiraba a esa pelea. Con las manos enfundadas en los bolsillos de la chamarra de cuero emprendió el camino a casa. Evitaba, rutinario, los charcos de agua, los vértices de las esquinas y los zaguanes oscuros. Sería interesante producir obras en las cuales cualquier texto o etiqueta descriptiva proyectada sobre ellas fueran fagocitadas de inmediato y pasaran a ser parte de la obra. Y ahora viene la operación verdaderamente insostenible: con esto no sólo estoy queriendo defender las estructuras de trabajo que hacen que las relaciones entre objeto y percepción sean los preferibles productos resultantes. Sugiero además proponer la vana aspiración de que estas acciones se sumen de modo claro e inadvertido a la cadena de las diez mil cosas del mundo o, como le llaman los argentinos, al flujo de las cosas. Lo que es digno y considerable es el esfuerzo por la negociación ética. Miguel y yo hemos llegado a algo que bien se podría llamar amistad profunda. Desde un comienzo, aunque sin ser explícitos, propusimos un modo de sinceridad y confrontación en las que se fueron incluyendo el humor, el respeto, la paciencia y un buen repertorio de trampas. Ya se sabe de la inclinación masculina a construir amistades entre varones en las que laboriosamente se entretejen curiosas prácticas del pensamiento abstracto. Quiero decir que entre los hombres, el recuento de intimidades significa menos que la sutil arquitectura de intercambios simbólicos más o menos idiotas. No estoy hablando de los militantes de Raza Aria ni de las relaciones entre los hooligans, exclusivamente. Estoy hablando también de relaciones más endebles, más aventuradas, más tiernas.
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Fuimos a ver la iglesia de metal. No recuerdo si los vitrales que vimos eran los originales o si habían sido reemplazados por otros. Sí recuerdo que la luz era suave y límpida, y que el suelo era de baldosas en damero. La soledad de la iglesia no se diferenciaba mucho de la soledad del lugar donde acababa de comprar cigarrillos. Un mostrador abandonado y un ventilador fuera de función. De una puerta en derrumbe salió alguien que me atendió y me dio el vuelto sin decir una palabra. Mientras caminábamos repasé una charla que tuvimos sobre la conveniencia o no de que el curador de una muestra tuviera una agenda oculta, no compartida con los artistas implicados en un proyecto. Yo recordé mi experiencia con un curador austríaco. Después de estar instalando durante cinco días en Graz y cuando la pieza comenzaba a cobrar forma, apareció el curador a quien nunca antes había visto. La muestra era, fuimos descubriendo, un recuento enciclopédico de todos los artistas contemporáneos no-europeos y no-WASP que habíamos trabajado en contextos más o menos internacionales durante los últimos cinco o diez años. El curador estaba rodeado de un grupo que lo escuchaba con atención y al que no fuimos introducidos. Comentó maravillado mi trabajo y me preguntó cómo iba todo. Le dije de mi sincera sorpresa al descubrir tantos conocidos representados en el proyecto. Con evidente interés me preguntó si había tenido contacto con alguno de los artistas. A lo que respondí que de un total de aproximadamente cuarenta, conocía personalmente a veintidós. El curador se dio vuelta y encarando al grupo que lo seguía, explicó (voilà!) lo que él siempre había sabido : que existían redes alternativas de producción y circulación artística, marginales al Sistema del Arte en Occidente. “¡Todos ellos se conocen!” dijo, y me señaló con alegría contagiosa. Esa muestra, dijo finalmente, sería la primera que haría visible dichas estructuras. Me miró amorosamente y yo le devolví una sonrisa plácida. Antes de irse, seguido por el grupo, se metió la trompa en el culo, se tiró un pedo, se levantó la tapa de los sesos y nosotros seguimos trabajando duro, yo perdí la concentración, la pieza quedó floja, conversé con los colegas y demostramos su teoría. Miguel siempre intuyó que trabajar con arte era un gesto vano y necesario. Yo nunca le discutí que había algo de cierto en la afirmación sartreriana que dice “Uno mantiene sus vicios para que los vicios lo mantengan a uno”. La iglesia estaba llena de polvo como esos trabajos de papel en el estudio de Vila. También la Estación Central de trenes en Santiago fue diseñada por Eiffel. En San José de Costa Rica hay una escuela, la bien llamada Escuela de Hierro, manufacturada en Bélgica.
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El período colonial español fue muy claro en sus ideas urbanísticas. Las ciudades se planificaron como dameros, con calles y avenidas perpendicularmente dispuestas. El crecimiento incluso fue teóricamente legislado antes de que sucediera. Las calles, claro, recibieron nombres específicos, muchas veces de santos. En tiempos más recientes la nomenclatura urbana recibió la propuesta más racional de las posibles: las calles fueron divididas en calles o avenidas, y en sistemas pares o impares a partir de dos ejes. Pese a ello, en la práctica de todos los costarricences, los lugares se describen en función de otros lugares y de las distancias más o menos relativas a ellos. Ejemplo: en un momento dado yo vivía en la Avenida Primera 1348, entre calles 11 y 15. Esta dirección nunca funcionó en la práctica. Si la daba se me miraba con sorpresa y se me preguntaba, con muestras de evidente tolerancia a mi exotismo, si no podía decir lo mismo pero “a la tica”. En su defecto, podían solicitarme especificaciones pidiendo que les diera la dirección “exacta”. La versión exacta de la dirección anterior rezaba: “30 metros Oeste de Banbach” (una tienda de música) o “cincuenta metros largos al Este de la Asamblea Nacional Legislativa”. Más ejemplos: “250 metros al Sur del Caballo Blanco, casa con cipreses, a la par de la caseta del guarda” (mi segunda y actual dirección en Costa Rica). Pero las hay más curiosas: “de la que era la antigua botica …”, o directamente trágicas: “de la señora que vende la lotería en Cinco Esquinas de Tibás…”, o directamente memorables: “del Perro Quemado…”, “de la casa de Oscar Arias…”, “del Amigo Invisible…”, etc. Pese a que otras nomenclaturas han sido propuestas desde el Estado y los Municipios, la práctica urbana de las direcciones costarricenses siguen este molde. Para describir un lugar se recurre a la mención de otro, haciendo imposible para un recién llegado orientarse en la ciudad a no ser que negocie su situación con los locales. De igual modo, aún los más experimentados locatarios no se escapan a la negociación: por más que conozcan la ciudad siempre deben interpelar a otros para ajustar y orientar el rumbo. Los puntos cardinales son una referencia más precisa porque son reconocidos en función de las montañas que rodean San José. Pero habiendo cuatro puntos cardinales, cada lugar es potencialmente definible de al menos cuatro maneras, dependiendo del lugar desde el cual se arribe. Si bien el uso de la brújula no es muy extendido, me atrevería a decir que es al menos más frecuente que el uso de mapas (los mapas con referencias no oficiales son inexistentes). Para el recién llegado la sensación de estar en un lugar de infinitas descripciones, de innumerables memorias, de inagotables narrativas, resulta en general abrumadora. En cuanto a identidad social, Costa Rica se autodefine en función de acuerdos políticos de consolidada retórica sobre el Estado de Bienestar Social. Y también por la definitiva ausencia de un ejército. Volvimos al hotel que en una época fue alojamiento de los ingenieros franceses solteros, con la sensación de que el mundo estaba incompleto.
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Y Occidente: ¿en qué hotel vive?
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Construir es, en fin, probablemente inevitable. Ya sea con el gusto, con la voluntad explícita de la lucidez mental, o por mero accidente, las miradas y los propósitos construyen.
¿En qué hotel viven las canastas?
La noción de fragmento existe en tanto que manejamos nociones de totalidad o de estructura. La tolerancia, supongo, se anima por una intuición del amor o de la muerte. La toma de una posición ética no es necesariamente un discurso.
El arte, que no es una cosa, es lo que los seres humanos hacemos de esa situación. El texto es también un espejo del lector. A diferencia de una piedra o de un cuadro, que siempre están allí y sobre quienes a veces se posa una mirada, el libro es un objeto cerrado que sólo se abre cuando la mirada la lee. El texto es como un hecho al que tomamos en cuenta o no.
No hay palabras que sean patéticas en sí sino sólo en relación a un contexto. No hay tiempo perdido en un idioma.
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Otra palabra que despierta fobias en mí, además del término vanguardia, es el verbo ‘crear’ y todos los derivados (adjetivos y substantivos) que se aplican rutinariamente a las actividades del arte. Creativos, me parece, son ciertos procesos como los que condujeron a la aparición de las tijeras, el vaso, el intercambio de información genética a través del sexo, o los quesos. El suelo estaba húmedo y las piedras mostraban musgos reverdecidos. Sin ser insoportable, la mañana era calurosa aún a la sombra espesa de los abetos. Los robles dominaban, las hayas eran escasas, y entre robles y encinas había las bellotas suficientes como para engordar alguna piara de jabalíes. Bosque de ciervos y corzos, pensé. Estaba buscando endrinas y tenía esperanzas de hallar arándanos y algunas setas. Ciertos bosques generan en mí la curiosidad del apetito, y los recorro imaginando buenos platos y cenas animadas con amigos. No creo haber sentido ruido alguno pero me volví para ver un bulto que apenas se mostró entre las breñas. Encontré unas pocas frambuesas gordas y aterciopeladas y se me hizo agua la boca. Caminaba en dirección adonde me había parecido ver el bulto pero unas matas de zarzas me cortaban el paso. Convencido de que caminar en el bosque nunca es perder el tiempo, me dispuse a dar un rodeo para evitar las espinas. Recogí un buen puñado de moras y me las comí sin prisa. Entre las zarzas me pareció ver un objeto reconocible. Estiré la mano, me espiné, y saqué finalmente lo que sin dudas era la pata de una silla. Estaba atacada por la intemperie y tenía aún dos o tres clavos prendidos en un extremo. La estaba mirando cuando otra vez tuve la sensación de que un cuerpo macizo se movía entre el ramaje. No le presté mucha atención esta vez. Había encontrado esa pata en medio de la montaña y mi inmediata preocupación era la de buscar los restos posibles de una silla. No tardé mucho en ver un respaldar entre las zarzas. Pese a que me ayudé con la pata y un palo grueso, no pude dejar de dañarme las manos y los brazos que me comenzaron a arder con encono. El respaldar estaba enredado en el fondo del revoltijo y supe que no valdría la pena intentar sacarlo. Lo miré un rato, en esa penumbra de hojas secas y brotes nuevos. Decidido a hacer algo, seguí buscando más restos, tal vez más patas. Nuestra relación con la comida representa de alguna manera la función de la alquimia, según Víctor Grippo. La transformación de la energía. Otro ejemplo, pero éste no llego a descifrarlo, es el que sugiere Marx al decir que todo lo que imagina un hombre, otro es capaz de realizarlo. Una vez estuve preso con el arquitecto que había diseñado el lugar donde ambos estábamos recluidos. Miguel dice que todo lo que pasa es cierto. Dejé las zarzas y me puse a mirar en derredor. Regresé a la casa con la canasta llena de endrinas, arándanos, bolletes y trompetas de la muerte. En el fondo de ella iba la pata de la silla.
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Jimmie se sentó. Estaba contento. Noté que él viajaba de espaldas a la dirección del tren y no me pareció correcto estar sentado al frente. Mi embarazo no duró mucho, porque al poco tiempo de haber enseñado nuestros pasajes al inspector, nos fuimos a instalar al restaurante y Jimmie hizo aparecer una botella de vino que no vi llegar porque yo estaba inmerso, no sé si en un relato o en un comentario. Chequeamos en el mismo hotel, Le Compostelle, y no nos volvimos a ver en ese viaje.
SEGUNDA PARTE
NO PIERDAS LA CALMA
o
“Yo no quiero ser buenamoza”
Entre los desaparecidos uruguayos retenidos en el Estadio Nacional de Chile en 1973 recuerdo la aparición del Canario. A la semana de haber llegado fue detenido en un arresto masivo. La furia militar, escrupulosamente paranoica y xenofóbica, lo hizo testigo de como dos personas fueron fusiladas en el acto, culpables de hablar con acento argentino. Cuando le llegó el turno de su interrogatorio el Canario no tuvo otra opción que la de hacerse el mudo. Le creyeron chileno. Estas y otras confusiones le permitieron llegar vivo al estadio Nacional, convertido entonces en notorio centro de detención. El Canario contó que a veces se encerraba en un baño o se perdía en un rincón para pronunciar algunas palabras. Dijo que escuchar su propia voz le ayudaba, entre otras cosas, a saber que no estaba mudo.
Yo tuve una sola charla con él. Mirábamos las gradas llenas de prisioneros y el campo de juego vacío. Grandes regaderas giratorias escupían rítmicamente agua sobre el césped. Por encima de las últimas gradas veíamos las cumbres doradas y solitarias de la cordillera. Era el atardecer. Teníamos como siempre, sed y hambre.
El Canario me habló de su amiga (no sabía dónde estaba). Me dijo que la amaba. Y me dijo que la amaba aún cuando a veces ella caía en un pozo al que él no tenía acceso. Me dijo que la quería aunque a veces era como si ella estuviera presente, parada detrás de sus ojos, vibrante y atenta, pero viéndose hablar al costado de sí misma. Me dijo que la amaba siempre.
Entre frase y frase volvíamos a mirar las regaderas y las montañas.
Al rato me dijo a las risas que en una antología de la poesía alemana de los años veinte había leído que “…cuanto más poderoso eres, más te sientes obligado a ser elegante”. Sin parar de reírse también recordó que decía: “Es muy difícil trabajar lo mejor que puedes y al mismo tiempo despreciar tu trabajo”.
Las regaderas giratorias tenían por momentos un poder hipnótico en todos nosotros. El breve perfil de la cordillera tostándose al atardecer, otro.
En esa charla el Canario me hizo ver cómo Jack Kerouac y Guevara se parecían: los viajes, la huída hacia delante, el texto de Mallarmé, la fascinación por el Otro, los excesos, los héroes, los peinados con jopos, las miradas profundas y nerviosas, incluso los rasgos de las caras, las ropas, las instantáneas tomadas por amigos y las retóricas diversas de los nuevos sueños americanos. Ver los parecidos era hablar, sin mencionarlas, de sus diferencias.
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19 setiembre de 1918
junio 1919
1507 Sarmiento
1743 Alsina
Por qué fue Marcel Duchamp a Buenos Aires esa primavera sudamericana de 1918 es un asunto que se ha discutido mucho. Lo cierto es que permaneció allí hasta mediados de 1919. Se nombran dos piezas suyas que tuvieron origen en esa ciudad y se conocen las direcciones de los lugares donde vivió y trabajó (la calle Sarmiento, la calle Alsina). Julio Cortázar relataba a veces la historia transmitida en Buenos Aires acerca de la voluntad de Duchamp de encontrarse con Macedonio Fernández (el autor del Museo de la Novela de la Eterna). Macedonio vivía en una pensión no lejos de allí, básicamente dedicado a tomar mate y a malrasguear sistemáticamente una guitarra. Gente cercana a Gombrovic (otro jugador de ajedrez) que conocí en Córdoba, Argentina, aseguraban que Duchamp no consiguió ser recibido.
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En 1538 se imprime el primer martirologio oficial de la iglesia católica. En él aparece San Josafat, festejado desde entonces y hasta su revisión reciente, cada 27 de noviembre. San Josafat había alcanzado gran popularidad entre los creyentes a raíz de un texto (La leyenda dorada) firmado por Jacobo de Vorágine en el que se divulgaba la biografía del santo.
La leyenda dorada tenía antecedentes antiguos. La versión original había sido escrito en sánscrito en la India a comienzos de la era cristiana. Unos siglos más tarde se vió una traducción al iranio (el personaje se llamó Budasaf), la cual hacia al siglo VII fue traducida al árabe (Judasaf). De ésa hay una versión al georgiano (Iodasaph) que data del siglo IX; en el siglo X San Eutimio Hagiorita traduce este texto al griego (Joasap), el que a su vez es traducido al latín (Josafat) hacia el siglo XI. Es ésta versión la que, ampliada y otra vez modificada por el mencionado de Vorágine, alcanza una difusión masiva en Occidente.
El texto sánscrito original se llamaba Vida del Bodhisattva, e intentaba divulgar la vida de Buda. A partir del texto georgiano, la vida de este príncipe indio, cuyos sucesivos encuentros con un ciego, un leproso, un anciano y un asceta serán siempre el comienzo novelado de su misterio, comienza a adquirir una identidad cristiana. Veinte siglos más tarde de su nacimiento histórico y siete siglos después de su versión georgiana (y uno no puede menos de pensar en la coincidencia del nombre Vorágine en estos hechos), los avatares del Príncipe Sidharta (Josafat) El Buda, son canonizados por la iglesia de Roma.