Ticio Escobar – CASTELLANO

La proclama ilegible

Acerca de la obra de Capelán

En el exilio, la única casa es la escritura.

                                                      Adorno.

Introducción. Las dos escenas

En general, los acercamientos a la obra de Capelán suelen ser encarados desde la figura del exilio. Este abordaje constituye una operación legítima; es indudable que el desarraigo del artista -que abandonara el Uruguay esquivando la represión dictatorial- marca con fuerza el itinerario entero de su trabajo. Este texto también toma como eje esa figura, pero no lo hace trabajando la posición específica de los refugiados políticos (aunque la suponga), sino el exilio del lenguaje: los desplazamientos radicales que exige la falla de la representación. Quizá los tantos desalojos y traslados que ha sufrido Capelán han aguzado su experiencia acerca del distanciamiento de la mirada. Y le han facilitado, así, el acceso a los juegos que emprende el arte intentado reparar, desde el desarraigo, la ruina del lugar: esos juegos extraños capaces de entreabrir espacios paralelos donde el lenguaje resuena ya sólo como imagen o como escritura (trazada en el límite, suspendida sobre el silencio). Espacios espectrales desde donde vislumbrar el rumbo arisco del sentido.

Desde esta perspectiva, me aproximo a la obra de Capelán en cuanto ubicada ante el contemporáneo fracaso de la representación; quebranto que fuerza a giros violentos y emplazamientos extremos del lenguaje: ante las insuficiencias del orden simbólico no queda más que asumir movilizaciones radicales y lances desesperados. Aquel fracaso puede ser ubicado en dos escenarios. El primero se refiere a la representación política de las identidades; el segundo, a la representación que moviliza la obra de arte. A los efectos de su mejor exposición, este texto considera ambas escenas por separado, pero ellas se encuentran esencialmente imbricadas en tanto involucran la política de la mirada.

Por un lado, las mudanzas de posición, los cruces litigiosos de miradas, tienen consecuencias en el reconocimiento oscilante de las subjetividades (¿desde dónde una identidad es enunciada?). Por otro, el desencuentro entre las cosas y sus apariencias (fallo de la representación en el arte) no sólo tuerce el lenguaje, sino que sobresalta el trabajo de la mirada. “Una obra resiste”, dice Didi-Huberman, “si sabe dislocar la visión” y, propone, en consecuencia, considerar, junto a la forma, esa “noción fluctuante”: la mirada[1]. Si, carente de un previo aval metafísico, la obra de arte se encuentra sujeta a las contingencias de su puesta en exhibición, entonces termina dependiendo de sus posiciones (de sus desplazamientos) ante la mirada. Su investidura aurática obedece a una “mínima distancia” (Benjamin): una distancia fortuita siempre, marcada por la posición provisional del objeto y librada a los antojos del deseo (el responsable de la fluctuación de la mirada).

Pero las escenas donde falla la representación también se vinculan porque ambas comparten un estatuto político e involucran una dimensión estética. “Para que la representación comunique lo humano”, escribe Butler, “no sólo se precisa que la representación fracase, sino también que muestre su fracaso”[2]. Contra la inmovilización o la melancolía que produce el desengaño del símbolo, sólo cabe la representación de la representación: una dolorosa torsión del lenguaje mediante la cual éste ofrece su carencia a la mirada buscando, así, vestir con imágenes la falta. Esta complicada operación es oficio peculiar del arte.

  1. LA ESCENA DE LA IDENTIDAD

Luego de un tiempo largo de exclusión, a partir de las últimas décadas del siglo pasado, la figura de la identidad volvió a ocupar un puesto en la agenda de los debates de la crítica cultural. Pero su concepto había cambiado de manera fundamental. El llamado “giro identitario” comenzó a plantearlo no como el nombre de una sustancia, sino como el de una construcción histórica contingente. Así, el término se encuentra más cerca de designar un proceso histórico (y por ende, variable) de identificación que una identidad fija, predeterminada por notas esenciales. En mayor o menor medida, las identidades corresponden a procesos diversos de formación de subjetividades y a posiciones estratégicas. No se agotan, por eso, en configuraciones excluyentes: los individuos y los actores sociales pueden asumir formatos identitarios múltiples y descartables según los diversos recortes que hagan de sus posiciones de enunciación. Es decir, según cómo se presenten, se autorrepresenten.

En este punto aparecen de nuevo las figuras de la representación y la mirada, porque sólo a medias los sujetos se “autorrepresentan”. Por un lado, ha colapsado el Sujeto cartesiano (dueño de su propio enunciado); por otro, han decaído los sistemas tradicionales de representación basados en grandes unidades fijas (la Nación, el territorio, la clase, el partido político, etc.) y aparecido matrices identificatorias, conformadas tanto por la globalización (industrias culturales, comunidades on line) como por nuevos modelos de inscripción subjetiva (determinados, por ejemplo, por las afinidades personales, el género, la opción sexual o la diferencia estética, étnica o generacional)[3].

Los mecanismos clásicos de representación de lo propio y lo otro aparecen, así, perturbados. Y esto tiene consecuencias para la diferencia del llamado “arte latinoamericano”. Enunciado desde el centro, el arte producido en las periferias ocupa el lugar prefijado del otro, es decir, la contracara de la identidad ejemplar detentada por el Yo occidental. Este esquema se basa en una disyunción absoluta: el centro y la periferia ocupan los términos extremos de una oposición binaria que hace del otro la inversión subalterna y refleja del uno y no admite terceros lugares. De acuerdo a este diagrama, (copulat. “y”, en vez de la coma?) buscando afirmar su diferencia, el arte latinoamericano se encuentra ante el siguiente dilema: o bien plantea sus obras como pura oposición a las producidas por el mainstream (gesto que significa la negación de éstas y reitera, en negativo, la asimetría), o bien sobrerrepresentan las notas propias de la identidad en clave exotista.

La mejor obra producida en América Latina intenta esquivar estas falsas alternativas. El trabajo de Capelán se inscribe en este intento. Asume que, aunque fuera a través de complejas reposiciones trasnacionales, sigue operando el conflicto entre el centro y la periferia. Pero, también asume que esa oposición debe ser deconstruida, planteada como una tensión contingente, un conflicto abordable según condiciones históricas variables. Desconectados los términos centro y periferia del enganche de una contradicción trascendental, la diferencia de las prácticas latinoamericanas puede ser desmarcada no a través de la inversión del modelo hegemónico, sino mediante posiciones diversas, pragmáticas, signadas por intereses propios y circunstancias varias. Esta postura crítica deja de lado toda pretensión de autenticidad fundacional y todo intento de erigir los rasgos contingentes de la producción latinoamericana en consagrados arquetipos de la identidad. Y posibilita a Capelán discutir la folclorización de la alteridad y los estereotipos de la memoria empleando estrategias que apelan a los desvaríos de la mirada: mediante “ganchos”, según su expresión, que confunden las significaciones concertadas.

Los lugares del exiliado

“Busco no encasillarme en la figura del exiliado porque estoy enamorado del lenguaje”, afirma el artista[4]. La pérdida del país de nacimiento, la distancia, las vicisitudes del refugio político, la trashumancia de quien debe peregrinar continuamente y debe regresar y volver a salir porque la patria se ha bifurcado, o multiplicado (se ha desplazado una y otra vez), todas estas melancólicas figuras de desarraigo y privación no son encaradas por Capelán de manera temática, sino mediante la coerción ejercida sobre el lenguaje para que pueda éste nombrar lo que está más allá de sí.

El artista merodea la falta abierta por el exilio, la rodea intentando encontrar los signos que la encarnen; termina por convertir la escritura en imagen, por inventar discursos ladeados que la encaren rápidamente. ¿Cómo ofrecer a la mirada una ausencia? ¿Cómo recuperar un lugar imposible, regresar a un sitio que está en otro lado; recordar un país que, estironeado por muchas memorias, se ha soltado o convertido en muchos países o en lugares diferentes? Sólo asumiendo el rodeo oscuro de la palabra, que, llegada al límite, calla y deviene espectro de sí, eco de su voz, sombra de su grafía obstinada.

Retrato enmascarado

La mirada deforma: sólo deformando la imagen puede encontrarse, por un instante, un ángulo adecuado. La anamorfosis de los retratos exige la mirada ladeada (“al sesgo”, dice Žižec) para poder reconstruir, en el momento de su propia sustracción, el contorno rápido de lo que no tiene contorno exacto. De lo que no tiene un solo contorno: los autorretratos del exiliado se encuentran distorsionados por diferentes miradas. Se encuentran aplastados, convertidos en manchas informes cuya clave se encuentra sustraída a la mirada directa, al intento de reconstruir literalmente la figura extraviada.

Pero los retratos también se encuentran conmovidos por la insistencia del símbolo derrotado y, además, por el trabajo reiterativo de la memoria que vacila: algunos autorretratos aparecen sobrepuestos en dibujos sucesivos que entrecruzan sus líneas, multiplican sus perfiles y hacen vacilar las figuras. “Son retratos tartamudos”, dice Capelán. Están trazados con porfía, reiterados una y otra vez como si el anterior dibujo hubiera sido tragado por el muro o debiera ser enmendado. El sujeto del exilio es múltiple y aparece siempre descentrado. Carece de una superficie de inscripción homogénea y nivelada: se desfigura en los ángulos, rebota en las paredes, desconoce las orientaciones del plano; deviene un ovillo de líneas enmarañadas. El trabajo de la memoria (el intento de representar la mismidad desplazada) exige la reiteración obsesiva de una silueta que no puede ser cerrada. Emplaza (en el doble sentido de convocar y posicionar) la presentación del rostro en cualquier lado: en rincones, por detrás de otras obras, en espacios repletos o mal iluminados. Tal como ocurre en el caso de las pinturas rupestres (que el artista recuerda pintando él mismo sobre rocas en algún caso), lo importante es el hecho de que la imagen comparezca, aunque sea confundida con otras imágenes previas y aunque no alcanzara la luz a revelarla. La performatividad mágica: la pura fuerza de la forma invocada. La pintura del rostro sobre el propio rostro también adquiere un sentido performativo: como la máscara (a la cual Lévi-Strauss equipara la pintura facial), corrige la propia cara desde una autopercepción exiliada.

La apariencia de lo invisible

“Donde pones penumbra obligas a mirar”, comenta Capelán. El recuerdo obliga a entrecerrar los ojos, aguzar la mirada, reponer imaginariamente lo borrado por la distancia o las sombras: lo que no puede ser plenamente divisado. En algunas obras         -como las presentadas en la Bienal de Venecia de 1995- Capelán produce oscuridad para forzar a mirar la nada: el no-lugar donde se encuentran los objetos perdidos y los sitios cambiados, el vacío que abre el territorio al desplazarse. (La zona umbría donde aguarda lo que no puede ser mostrado, pero que exige serlo, imperativamente).

Casa tomada

Las ocupaciones de casas abandonadas, realizadas tempranamente por el artista entre 1985 y 1987, pueden ciertamente ser vistas como reflexiones críticas, irónicas, acerca de la institucionalidad del arte. Pero pueden ser consideradas, además, como intentos de compensación imaginaria del mítico lugar perdido. O un ritual de duelo por la inutilidad del regreso, el escamoteo del origen.

Ese rito también es rastreable en el montaje de caóticas habitaciones domésticas, minuciosa, compulsivamente instaladas en sucesivas ocasiones. Freud distingue entre la simple rememoración (Erinnerung), que pretende identificar y restaurar, intacta, la escena primigenia y la “perlaboración” (Durcharbeitung), que desarregla la secuencia del tiempo y deja abierta en el pasado la pregunta por el sentido (el suspenso del acontecer). Lyotard entiende este término como una operación que no intenta restituir la escena original, sino presuponer “que el pasado mismo… da los elementos con los cuales se construirá la escena”[5]. Éste es el espacio que Capelán busca instalar: no la escenografía que repone fielmente el lugar primero, sino la escena donde se representa la imposibilidad de la representación. Es decir, la que la abre al juego de significaciones capaces de trastornar la memoria de la casa original para hacer de ella un resguardo de sentido.

 La tierra

En una de las instalaciones sofocantes (llamada, no por casualidad, La Casa de la Memoria, 1996), largas vitrinas interrumpen el paso. Llevan expuestas pequeños terrones traídos por amigos suyos desde distintos puntos del mundo (resuena en su interior cerrado el nombre de la tierra en Heidegger, Welt, la materia compacta y oscura que se niega a ser descifrada).

Este pequeño rito significa una forma de nombrar el heterogéneo territorio propio/ajeno; o una manera de construir identidad según afinidades grupales (modalidad social más cercana al concepto punk de grupo urbano que a la comunidad hippie, según el artista); pero también sugiere un modo de diagramar la geografía a partir de afectos y sensibilidades y mediante la geometría de configuraciones estrictamente visuales. Cada montón de tierra se encuentra simbólicamente marcado: proviene del suelo de un sitio privadamente consagrado (se encuentra compuesto de elementos investidos por el trabajo de la memoria). El artista construye colectivamente el suelo de la escena, a medio camino entre lo público y lo privado. Traza un mapa.

Un mapa

Deleuze y Guattari emplean el término mapa en oposición al de calco[6]. Éste pretende copiar fielmente el espacio; aquél, reinscribir las geografías para abrirlas a múltiples coordenadas de sentido. Intenta el calco reconstruir puntualmente los datos del territorio representado. Busca el mapa admitir las presiones tornadizas del deseo para reinventar las fronteras e invertir la posición de los rumbos cardinales; imaginar salidas y entradas que los mapamundis no registran, acercamientos y lejanías imposibles y suelos de extrañas tierras mezcladas[7]. Capelán incluye en sus instalaciones mapas de su país, pero a veces también llama “mapas” a las mismas instalaciones, en cuanto promueven cartografías y esquemas topográficos: escrituras cifradas, diagramas de itinerarios azarosos y posiciones boyantes: puntos que sólo existen como don ofrecido a la mirada.

La carta prestada

A veces los amigos no acercan montones de tierra, sino sobres cerrados que, dispuestos sin ser abiertos en marcos o en vitrinas, pasan a ser ofrecidos/sustraídos a la mirada. La distancia que precisa el obrar de la memoria se establece a partir de puntos ciegos. (Por eso, la carta expuesta de manera demasiado cercana no puede ser divisada).

  1. LA ESCENA DEL ARTE

Ganchos

La segunda escena donde actúa el fracaso de la representación es la del arte. Desde siempre el sistema del arte se construye a partir de las maniobras de la representación, que sustituyen el objeto por su imagen y hacen de este escamoteo principio de nuevas verdades. El concepto clásico de representación, basado en la comparecencia entera del objeto, ha fracasado, ya se sabe. Y tal fracaso

-la imposibilidad de alcanzar la cosa- marca de negatividad y tiñe de melancolía el ámbito entero del arte.

Así, la crítica de la representación forma parte de la agenda del arte actual. Por lo menos desde Kant, desde los inicios del arte moderno, éste se define precisamente a partir de un litigio trascendental entre sujeto y objeto: una historia complicada de cruces y desencuentros, de promesas y desengaños. El reino de la estética -el de la apariencia sensible, el de la imagen- resulta desde entonces un inevitable teatro de sombras: la antesala confusa que precede al reino del arte. Cuando este reino derrumba sus muros -cuando cancela la autonomía de la forma estética- las cosas se complican aún más. ¿Cómo representar lo que está afuera si no existe ya un adentro diferenciado? En principio, el desalojo de lo estético por las cosas reales o su concepto, correspondería más o menos al cumplimiento del presagio hegeliano. Pero el hecho es que el arte sigue funcionando e, incluso, se han fortalecido sus instituciones, alimentadas en parte por los intereses de los transmercados. En un espacio tan resbaloso, las cuestiones no se resuelven, pero tampoco terminan de cancelar la escena.    

Hay una salida, provisional; una salida de emergencia: es cierto que ha colapsado el concepto metafísico de representación (la mimesis como cumplimiento de la presencia), pero el arte contemporáneo -tanto como su teoría, de la que no se diferencia demasiado- ha sabido hacer de esta falla argumento de provechos nuevos. La sentencia de Buttler -la referida a que el fracaso de la representación sólo se resuelve en su propia exhibición- puede ser citada de nuevo en este punto. Es que la imposibilidad de encuentro entre el signo y la cosa constituye la fuerza misma del arte contemporáneo, cuya economía se mueve a partir de la no consumación de sus propias ansias.

“El arte deja la presa por la sombra”, dice Lévinas[8]: opta enseguida por la seducción de la apariencia. Pero, insatisfecho con la mera ilusión, quiere en verdad ambas cosas: no renuncia a la presa real, que intenta cazar por debajo del velo que la encubre y realza. El arte advierte la trampa de la representación, pero aspira a servirse de sus artificios para alcanzar lo real. Quiere burlar el límite de la escena: nombrar la intemperie, el mundo de afuera, las miserias o epopeyas de la historia, las culturas extrañas, las zozobras personales. Es más: quiere alcanzar tanto la incierta realidad, sino lo real inaccesible[9]. Para hacerlo, debe burlar el círculo de la representación aunque no pueda desmontarlo. Sólo resta el recurso de las imágenes, que, por un instante, pueden sostenerse más allá del límite y relampaguear sobre el fondo oscurísimo de lo innombrable.

Capelán trabaja esta escena imprecisa asumiendo las tretas de la ficción para rozar el cuerpo esquivo de lo que se anuncia y se retrae. Una figura suya resume bien este intento: la del gancho. Este dispositivo es similar al señuelo lacaniano de la mirada: la engañifa que asegura la mostración del objeto y sostiene su aura. El artista dice que usa un gancho cuando tiende una celada al espectador para atraer y desafiar su mirada y, luego, para desconcertarlo obligándole a reenfoques, sesgos y cambios de puntos de vista que abran perspectivas nuevas de significación. De este modo puede escapar, por un instante, del círculo de la representación e imaginar lo que lo excede.

Los ganchos implican jugadas irónicas, uno de los mecanismos fundamentales que dispone el arte para distanciarse de su propia escena y observarla y comentarla como si le fuera ajena. Cierta pintura realizada a mano por Capelán constituye un gancho, porque mientras exhibe la destreza manual, apunta a sostener conceptos que nada tienen que ver con el oficio pictórico. Amaga por un costado y golpea por otro; obliga al observador a vigilar, desconfiado, lo que ve; a rastrear el sentido donde éste no se muestra. Mantiene en suspenso el lance de la mirada, que sospecha del objeto presentado y supone un detrás suyo, un adentro, un lado invisible que esconde la clave. También actúan como ganchos los encuadres de cosas vulgares exhibidas como obras de arte e, incluso, las presentaciones en formato tradicional de objetos que sólo podrían ser considerados artísticos en clave contemporánea (es decir, que no adquieren su “artisticidad” de propiedades intrínsecas suyas, sino de los mecanismos de su puesta en exhibición). En cierto sentido, podría decirse que la escritura actúa como gancho: expone la letra, pero termina activando como imagen.

De lo ilegible

Buscando traspasar los límites del orden simbólico, el umbral de la escena de la representación, Capelán fuerza el lenguaje hasta su extremo, explora sus últimas márgenes, lo apremia para que devenga imagen, escritura, para que se abra hacia lo que tiene de indescifrable. Recordemos a Derrida cuando sostiene que leer supone el reconocimiento de un principio de ilegibilidad. Si el lenguaje no es capaz de transparentar sus significados, éstos deben ser perseguidos en las derivas errantes del signo, en sus extravíos y fallos, en sus silencios y entrelíneas.

Esta búsqueda se encuentra provista de un sentido ético y político: supone desconfiar de la omnipotencia del lenguaje, discutir su dirección única, desafiar el poder de sus códigos concertados. En esta dirección, Capelán apela a astutas artimañas para desestabilizar el significante y suscitar la proliferación del sentido. Estos ganchos procuran revertir el hueco que abre la representación: el vacío que deja lo omitido. El intento de sortear la imposibilidad de alcanzar lo real exige estrategias diversas que escapan del orden de la forma: “las cuestiones que cuentan”, dice Fabri, “más que sintácticas son tácticas”[10].

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Su obra “The Primitives” de 1986, consistente en un libro intervenido, trabaja el conflicto, indecidible, entre la imagen y el texto. El volumen es invadido por figuras que entran en tensión con las palabras y las ilustraciones, usurpan sus lugares o negocian con ellas terceros lugares. Así, por ejemplo, en el capítulo Los primitivos, los dibujos de Capelán interfieren los contenidos del artículo forzando a que la etnología etnocéntrica europea sea leída desde otros lugares y que la propia fotografía etnográfica sea puesta en cuestión. Esta operación constituye, por otra parte, una postura ante ciertas cuestiones que, relacionadas una vez más con la representación, desvelan al arte contemporáneo. Me refiero, en este caso, al problema del contenidismo. Una vez superada la autonomía formal, el arte se vuelca sobre discursos de epistemologías diferentes: los de la filosofía y el sicoanálisis, la sociología, la antropología, etc. Ahora bien, desprovisto del cerco de la forma estética, ¿cómo puede el arte enfrentar esos campos diferentes sin disolverse en ellos? La cuestión no tiene una respuesta absoluta porque la forma y el contenido entran en litigios contingentes y variables insolubles a priori. El arte se abre a contenidos extraartísticos, pero éstos deben ser, aun mínimamente, acotados por la forma sensible para que puedan comparecer ante la mirada. Esta obra de Capelán se ubica de cara a este problema: sostiene un discurso extraartístico (una crítica del colonialismo antropológico), pero lo hace desde los argumentos de la estética: la fuerza del trazo (subrayado en su afiliación a cierta tendencia característica del dibujo latinoamericano), la expresividad, el manejo del espacio gráfico, los recursos de la composición visual, etc.
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Otras tergiversaciones del destino del libro también deben ser consideradas como agresiones dirigidas contra la autosuficiencia lingüística. En ciertas performances realizadas por Capelán en casas ocupadas, personajes sentados sobre pilas de libros los deshojaban y arrojaban sus páginas hasta terminar destrozándolos. En contra de cierto simplismo interpretativo -que llegó a considerar este gesto como un acto de vandalismo neofascista- podría esta acción ser leída, en clave derrideana, como un triunfo del texto sobre el libro, ante cuyo logocentrismo enciclopédico actúa la “energía rompedora, aforística de la escritura”; por eso, “la destrucción del libro (…) pone al desnudo la superficie del texto”[11].

También las sucesivas presentaciones de libros asegurados o aplastados por trozos de piedra exponen la revancha de la escritura contra el libro, que permanece cerrado para custodiar lo ilegible y asegurar la diferencia, el suspenso -que no la anulación- del sentido. El hermetismo de los libros fuerza a rastrear otros códigos, que no revelarán la clave final, pero sí podrán habilitar un espacio productivo para su búsqueda. (Cuando pregunté a Capelán acerca de estos volúmenes sellados me contestó tajante: “De eso no hablo”).

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Supongo que tampoco hablará acerca de los libros quemados, cuyas cenizas fueron guardadas en botellas, como si de urnas que guardan el polvo de la cremación se tratara. Sin embargo, me relató la historia en la cual se basara la obra: una mujer, que no había logrado memorizar su experiencia trágica sufrida en un campo de concentración nazi, se encontró con otra, que sí recordaba la suya. Este enfrentamiento con el vacío de su memoria a través del rodeo de la memoria ajena, la conmovió de modo tal que se pasó toda esa noche escribiendo obsesivamente lo omitido. Pero, ¿cómo anotar un recuerdo en blanco? ¿cómo poner en signo un vacío? Lyotard plantea de esta manera la cuestión (que parecería estar referida específicamente a este caso): “Se trataría de recordar lo que no pudo ser olvidado porque no se inscribió (…). Si no se inscribió ¿es posible recordar? ¿es siquiera sensato?”[12]. Y más adelante responde: “Es sensato tratar de recordar una cosa que no fue inscripta si la inscripción de esa cosa quebró el soporte escribible o memorable…: hay por lo tanto una presencia que destroza, que nunca está inscripta ni es memorable”[13]. Lacan dice que lo forcluido, lo que no ha ingresado en el orden simbólico, regresa como real; entonces ¿cómo ingresar ahora ese real innominado?

Sigamos ahora con la historia: terminada la escritura, la mujer quemó los papeles que la sustentaban. Quemó, por lo menos, los trazos caligráficos de una inscripción (no se sabe si quemó el registro del lenguaje). Salvó la escritura volviéndola ilegible, desplazando una verdad que no podía ser sostenida por palabras ni por papeles: ni siquiera por el recuerdo. Capelán completa el gesto guardando las cenizas, residuos de otros textos, en botellas clausuradas. El enigma está salvado y, con él, la posibilidad de que el lenguaje no se clausure y que tenga un lugar (diferido siempre) la presencia que destroza aunque no tenga nombre. 

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El Proyecto Post-Colonial Liberation Army (Desmaterialización) se plantea mediante manifiestos que, a modo de aforismos y sentencias tajantes, parten de ciertos postulados estratégicos del sistema del arte para reubicarlos en el contexto de pragmáticas diversas. Los textos impresos que componen la obra se presentan apilados sobre el piso de las instalaciones para que los espectadores los tomen; pero a veces los textos escapan del formato de la hoja de papel y circulan anónimamente por Internet (diseminándose según la lógica de la red, creando desconcierto en cuanto a sus móviles) o bien son enmarcados como si constituyeran piezas de obra gráfica. De este modo, el proyecto apela a ingeniosos juegos de lenguaje para desorientar el principismo de las consignas militantes y las sentencias canónicas referidas al arte.

La obra ironiza sobre la retórica de los sistemas del arte, particularmente sobre los manifiestos vanguardísticos y las proclamas revolucionarias de la modernidad. Pero, como todo gesto irónico cabal, no pretende éste juzgar y condenar las intrincadas operaciones teóricas y las viejas fórmulas leninistas, sino hacerles un guiño de complicidad y desafiar juguetonamente sus axiomas. Trata de promover, así, relecturas capaces de destrabar la gravedad dogmática y principista de los textos y hacer circular otras cuestiones, camuflándolas en la ortodoxia teórica y a contramano de ella. Capelán sustituye la figura de revolución por la de re-materialización y hace de este término un sinónimo o, por lo menos, una noción equivalente al concepto derrideano de deconstrucción; busca, así, infiltrarse en terreno contrario para desajustar la ortodoxia de sus convicciones y abrir la posibilidad de lecturas paralelas. La ironía permite una “escritura de la escritura”, una distancia reflexiva a través de la cual puede colarse la transgresión del deseo.

Esta obra desemboca en una cuestión ética: se vincula con el imperativo de construir subjetividades alternativas y, desde ellas, asumir posturas políticas ante la historia, más allá de los modelos de las vanguardias y los códigos de la organización partidaria. Es decir, construir identidades flexibles, dispuestas a participar de la esfera pública a través de posiciones contingentes; dispuestas a transgredir el orden simbólico -el propio sistema de la representación- para mirar lo que ocurre fuera de la escena y proponer salidas nuevas. Esta posición no supone olvidar la tragedia de la dictadura, sino inventar otras imágenes para que no devenga ella clisé. “Nos jodieron, nos torturaron y seguimos funcionando, chico”, dice Capelán con su peculiar tono centrosudamericano. Seguimos aspirando a fundar mundos de sentido.

 Las estanterías

No existen objetos intrínsecamente artísticos: ellos devienen (o no) tales según su posición contingente ante la mirada. El espectador mira y es mirado por el objeto mostrado (Benjamin, Lacan), y en algún punto, ilocalizable, brevísimo, del cruce de sus miradas, se produce un sobresalto en la significación de ese objeto, un cortocircuito, una chispa o un clic; en fin, aproximadamente eso que llamamos arte. “Cualquier cosa expuesta en vitrina crea diagramas relacionales”, dice Capelán. Es decir, la puesta en exhibición, la presentación a la mirada de diversos objetos -independientemente de sus cualidades estéticas- constituye en sí una operación estética; obliga a imaginar conformaciones y categorías, oposiciones, constelaciones.

Capelán emplea este principio para construir “ganchos”, dispositivos caza-mirada. Con los residuos mínimos, curvos, de sus propias uñas cortadas, escribe o dibuja figuras ambiguas que suspenden el significado haciéndolo oscilar entre el juego de las formas y la materialidad del resto corporal (y sus densos significados). Libremente disparadas, las asociaciones son acotadas por el trabajo ordenador de las formas que traza escrituras desconocidas, representaciones de nubes o mapas o puras geometrías abstractas (como la decoración ungular de las vasijas guaraníes que, en todo el Cono Sur americano, hacían un motivo ornamental de los surcos filosos dejados por la rítmica presión de las uñas sobre el barro).

A veces lo exhibido en una vitrina es el mismo diagrama taxonómico (el orden de una clasificación cualquiera) o la propia economía de la repetición (la disposición serial de un mismo objeto que se empecina en reiterar su presencia y, de este modo, alterarla). Por otra parte, las vitrinas remiten a la figura de la colección que, a su vez, moviliza representaciones imaginarias de categorías históricas, estéticas y sociales.

Pero las vitrinas no sólo generan asociaciones formales y despiertan resonancias significativas, también se representan a sí mismas. (Recordemo que la representación siempre tiene una instancia de autorrepresentación: el momento preferido del arte porque permite la distancia, la reflexión, la ironía). El escaparate tiene una presencia visual que incide en la configuración del espacio instalado. Pero no es una presencia material cualquiera: es la del propio dispositivo de representación. La vitrina arma un espacio para crear la ilusión de la escena. Lacan llama bâti a ese artificio que actúa como soporte del deseo[14]: el montaje teatral que el artista construye para seducir la mirada (un gancho, diría Capelán) es decir para ocultar/mostrar el objeto e investirlo de pulsión, cargarlo de aura.

La verdad de los muros

Exhibir el mecanismo de la exhibición constituye para Capelán un expediente político que le permite reflexionar críticamente acerca del sistema del arte: su institucionalidad, sus circuitos, discursos y mitos. Comienza por revisar el soporte de inscripción de la obra, el sostén material de la representación. Los muros de las salas de exposición no son neutros; conforman el párergon, el contexto de la obra que interviene en su puesta. Capelán sostiene sentirse interpelado por la “verdad histórica” de los muros; por eso los considera en sus accidentes, sus ángulos y su propia presencia subvirtiendo los códigos de exhibición y rebasando las franjas virtuales que encuadran a cierta altura la visión tradicional. El propio muro deviene fondo de pintura o de dibujo; un fondo que desconoce el itinerario convencional de la mirada y la fuerza a circular a contramano, a deambular de abajo arriba y a rastrear las señales del suelo.

Por otra parte, los dibujos anamorfósicos obligan a perspectivas bruscas, inclinaciones y desplazamientos forzados por la fluctuación de la mirada. Por último, resulta común el uso de superficies impropias de inscripción plástica o gráfica: rocas, papeles impresos, hojas de árboles, raíces, el propio rostro; soportes provistos de volúmenes y oquedades que quiebran la lisura del plano y entrecortan su homogeneidad. Estas operaciones permiten entender las obras como específicas: dependen estrictamente de condiciones de exhibición que remiten a un afuera de la escena. Capelán discute en cada propuesta suya las condiciones del cubo blanco: el lugar de la representación nunca es aséptico, se encuentra contaminado por las vicisitudes de extramuros, invadido por las contingencias y azares que permean y redibujan continuamente el contorno del círculo escénico y repercuten en su interior interceptando las posibilidades de una obra autosuficiente.

Esta discusión exige a veces trazar otro contorno más amplio que contenga (a medias siempre) el primero. El teatro dentro del teatro, la vitrina dentro de la vitrina. Los escenarios de la serie Mapas y paisajes (así como otros) constituyen no sólo salas de exposición de obras (escritos en el muro, cuadros enmarcados, objetos dispuestos en el suelo o sobre pedestales), sino obra expuesta; la instalación significa en sí misma una apelación a la mirada, una puesta en exhibición del propio espacio expositivo, cuyo clima atiborrado adquiere un valor propio de presencia: los juegos de iluminación, la pintura de la pared (a veces realizada con barro), las esquinas, la altura y el piso no se pliegan sumisos a las obras que contienen, sino que entran en tensión con ellas, disputan sentido y negocian espacios intermedios. Por ejemplo, las paredes de museos pintadas íntegramente con las manos redirigen las significaciones de las obras expuestas interfiriéndolas con connotaciones fuertes: el uso de mano de obra barata referido al trabajo de los “sudacas” en Europa, la idea de apropiación táctil del museo, el sobado sensual de sus muros recalcados en su consistencia física, etc.

Estas obras no son obras
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La serie ¿Tienen alma los nativos? se basa en fotografías digitales temáticamente anodinas. Asumiendo la técnica figurativa del test de Rorschach, cada imagen es planteada como una unidad construida desde el desdoblamiento y el reflejo interno, el juego de la identidad y la diferencia. El eje virtual que divide, simétricamente, la foto y permite la duplicación invertida de sus partes introduce un indecidible: no se puede determinar cuál es la imagen original y cuál su copia, cuál el derecho y cuál el revés. Esa situación de suspenso significante refuerza el sentido del título, que constituye quizá el sostén de la propuesta*: la discusión colonial acerca de la plena humanidad de los indígenas. Instalar una cuestión tan despiadada (tan des-almada) sobre una imagen formalmente hermosa, centrada y exacta, aunque ambigua en sus verdades, constituye una ironía incisiva acerca de los sistemas del arte. Por un lado, la belleza como coronación de la forma cumplida, como síntesis armónica que no deja rastros y genera satisfacción. Por otro, la insolencia de una pregunta marcada por un pasado feroz: una historia que no puede ser olvidada porque continúa teniendo consecuencias y sigue produciendo discriminación, miseria y agravio.

No es gratuito que esta serie constituya un homenaje a Magritte, perverso especialista en el teatro de la representación. Resulta imposible definir una operación artística, pero entre los infinitos intentos de hacerlo podríamos decir que hacer arte es poner un signo de interrogación sobre las cosas: instalar la sospecha sobre la transparencia de los signos que las nombran.

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Ahora bien, una obra radical busca siempre vincular esa sospecha con aquella imposibilidad de definir el propio arte. Es decir, el mismo concepto de arte es etiquetado con una pregunta insoluble que impide su clausura. O con respuestas contradictorias que someten ese concepto a la paradoja: la obra expuesta en el Museo Nacional de Montevideo (2005) incluye, entre otras obras, la presencia de loros que, ubicados en jaulas individuales, repiten insistentemente la frase Soy arte, unos y otros, No soy arte. Algún ave logra hacerlo mejor que la otra, pero en general, el mensaje que transmiten es, obviamente, vacilante y confuso.

Las lecturas que esta propuesta abre son variadas y giran básicamente en torno a los límites del lenguaje y los azares de la institución museal, pero el hecho mismo de la cantinela es incómodo: alude a la reiterativa cháchara de ciertos discursos sobre el arte, promueve la desconfianza sobre el estatuto de la propia obra (¿qué es arte? ¿qué no lo es?) y problematiza la validez de recursos suyos que resultan, de nuevo, políticamente incorrectos (como la utilización de animales vivos).

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La única obra que Capelán ha trabajado bajo el nombre de video no está realizada con una cámara. La serie Ceci n’est pas un video pone en jaque el discurso normativo de los géneros del arte desmontando las clasificaciones basadas en la fetichización de los procedimientos técnicos. La obra consta de 48 imágenes digitales, altamente estéticas, semánticamente neutras (representan cielos, aeropuertos y lugares cotidianos), planteadas también según la iconografía del test de Rorschach y subtituladas con partes de un texto referido al contenido de la obra de arte. En Ceci n’est pas un video el movimiento está dado no por el trabajo fotográfico de la cámara, sino por el desplazamiento del espectador que recorre la muestra.

Esta operación permite al artista una ironía acerca de la pérdida de la noción de “imagen en movimiento” que caracteriza el video. Es que hoy, en su mayoría, los videos, aunque sigan reivindicando la pureza de sus denominaciones, son producidos cada vez más mediante programas informáticos de animación: la cámara realiza un spray fílmico, editable luego de manera digital, sin movimientos verdaderos de sucesión. Más que denunciar las supuestas adulteraciones de un procedimiento técnico (el del video en este caso), Capelán busca evidenciar la contingencia de las categorías estéticas: no importa que una obra sea o no un video, sino que resulte o no capaz de movilizar sentido. Por otra parte, el guiño a Magritte obliga a encuadrar de nuevo esta propuesta en el ámbito de los deslices de la imagen y los malentendidos de la representación: ellos no anulan la verdad de la obra, pero al desplazarla y confundirla con sus propias sombras, obligan a buscarla, una y otra vez, en otro lado.

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La obra de Schopenhauer El mundo como representación se pregunta si la realidad humana podría ser significada adecuadamente mediante imágenes o conceptos. Capelán parte de esta obra para cuestionar, una vez más, las posibilidades del lenguaje del arte de aventurarse más allá del ámbito de lo representable. En Jet-lag Mambo (2000) presenta una pintura rodeada de citas y comentarios escritos sobre la pared y referidos al texto del filósofo alemán. La pintura -realizada con tierra, jugos de frutos y leche materna (la de su mujer, recogida mientras amamantaba ella)- se encuentra en proceso constante, pues depende la consistencia de su imagen de la acción del calor, que, al desteñir los tintes orgánicos, recalca los óxidos. Los propios materiales tienen marcas significantes fuertes: la leche materna, por ejemplo, abre un espectro intenso y amplio de asociaciones. Sin desconocer sus resonancias, a los efectos de este texto me interesa subrayar los aspectos vinculados con el problema de la representación: de lo que existe y no se muestra entero, de lo que aparece y se sustrae, de lo invisible que, como quiere Wittgestein, debe ser mostrado.

Son los propios materiales los encargados del juego de la presencia y la sustracción: cuando los tintes orgánicos del cuadro se apagan, sólo quedan sus indicios borrosos y oxidados. Los vestigios tienen un estatuto espectral, oscilante: son señales de las cosas sin dejar de ser parte suya. Los trazos velados que remiten a la leche son no sólo imágenes de ella, sino leche real que se autorrepresenta en el teatro del cuadro. Y, al hacerlo, deviene signo de sí, aunque furtivamente conserve su propia entidad (impregna el soporte, se infiltra en su cuerpo delgado, lo tiñe por dentro; produce, quizá, una mancha reseca del otro lado). Este carácter indecidible, entre su presencia real y su mera apariencia, entre su traza y su evaporación, la ubica a medio camino entre el signo y la cosa. Y exige la irrupción de otras significaciones.

Durante la dictadura, las comunicaciones clandestinas entre militantes exigían escrituras invisibles: empleaban tintas realizadas con jugo de limón o almidón diluido para que el mensaje en blanco sólo pudiese ser revelado mediante el calor o una solución de yodo. Otra vez lo ilegible y sus cifras desviadas. El verdadero contenido de una representación es una representación, un manifestarse y un sustraerse a la mirada. Por eso dice Derrida que “Lo ilegible no es lo contrario de lo legible: es la cuña que le da la ocasión o la fuerza para volver a empezar[15]. Capelán diría que lo ilegible es un gancho: una artimaña para burlar la fijeza de lo legible y rastrear los sentidos escritos en blanco, entrelíneas o al dorso.

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Enfrentado a lo ilegible, al fracaso de la representación, el arte no se conforma con emplear ingeniosamente el fort/da el vaivén de la mirada, como si se jugara a las escondidas en un cuarto de espejos: busca en la frustración de la presencia plena (y de la plena mirada) ocasión o fuerza para volver a empezar la búsqueda de significaciones. O, lo que es más o menos lo mismo, para volver a habilitar un espacio para la pregunta. Entre otras definiciones que da al término “gancho”, Capelán se refiere a esa estrategia como “un lanzar la piedra y esperar que pasen cosas”.

Impugna así la pretensión del artista de controlar el proceso entero de significación de la obra; la intención de que su mensaje sortee interferencias y ruidos y llegue intacto al receptor. Por eso, Capelán inventa condiciones para que algo suceda: abre una escena de espera. Heidegger llama Lichtung a esa abertura: el claro abierto por la obra de arte para aguardar el acontecimiento. En medio de habitaciones atiborradas, de páginas sobreescritas, de imágenes encimadas, Capelán introduce agudas cuñas o ganchos que desgoznan el montaje y lo entreabren, fugazmente, a la inminencia.

Ticio Escobar

Asunción, mayo de 2008

 

[1] Jacques Derrida, Posiciones, Valencia, Pre-Textos, 1977, pág. 161.

[1] Georges Didi-Huberman, “La emoción no dice yo. Diez fragmentos sobre la libertad estética”, en Adriana Valdés, edit., Alfredo Jaar. La política de las Imágenes, Metales Pesados, Santiago de Chile, 2008, pág. 41.

[2] Judith Butler, Vida precaria. El poder del duelo y la violencia, Paidós, Buenos Aires, 2006, pág. 180.

[3] Ante el riesgo de que este regreso a formas de identificación primaria (provistas por la “comunidad orgánica”) promuevan encapsulamientos identitarios y comprometan las estrategias de conjunto que requiere el espacio público (muy especialmente en América Latina), se afirma la necesidad de articular las identidades parciales en proyectos orientados a la consolidación de aquel espacio. El cruce entre las figuras de identidad y de ciudadanía ha abierto en este ámbito salidas políticas considerables.  

[4] Entrevista con Carlos Capelán mantenida en Asunción el 15 de abril de 2008. En adelante, todas las citas del artista tienen como base esta entrevista.

[5] J. F. Lyotard, Lo inhumano. Charlas sobre el tiempo, Manantial, Buenos Aires, 1998, págs. 35 y 40.

 

 

[6] Gilles Deleuze y Félix Guattari, Rizoma. Introducción, Pre-Textos, Valencia, 2005, págs. 28 y sgtes.

[7] Podría relacionarse respectivamente el calco y el mapa con las citadas figuras de rememoración y perlaboración.

[8] Emmanuel Lévinas, La realidad y su sombra, Libertad y mandato, Trascendencia y altura, Editorial Trotta, Madrid, 2001, pág. 52.

[9] El término “real” es usado en el sentido en que lo emplea Lacan para designar lo que escapa al símbolo, lo que no puede ser representado.

[10] Paolo Fabri, El giro semiótico, Gedisa, Barcelona, 1999, pág. 105.

[11] Jacques Derrida, cit. en Amalia Quevedo, De Foucault a Derrida, EUNSA, Pamplona, 2001, pág. 223.

[12] Lyotard, op. cit., pág. 62.

[13] Ibídem, pág. 63.

[14] Véase este concepto en Mayette Viltard, “Foucault, Lacan: La lección de las Meninas”, en Litoral. La opacidad sexual II, École Lacanienne de Psychanalyse, Edelp, 28, Córdoba, Argentina, octubre 1999, pág. 129.

 

* Acá me refiero sólo a una línea de connotaciones de la obra, pero es evidente que la referencia a la imagen del test de psicodiagnóstico moviliza otro ámbito de significaciones, vinculadas con la representación del sujeto.

[15] Jacques Derrida, Posiciones, Valencia, Pre-Textos, 1977, pág. 161.