MUSEO – Castellano

MUSEO

Acabó por convertirse en un problema porque cuando iba a lavar ropa me asaltaba el temor de encontrarla otra vez bañándose con la manguera en aquella cripta solitaria.

En la casa teníamos un lavadero común en los bajos del sótano, y aunque todos los apartamentos tenían un pequeñísimo baño, ninguno tenía ducha. Yo aprovechaba a ducharme durante las visitas que hacía a mis amigos, pero los jueves me duchaba en casa de Jean Paul. Ese día los franceses se juntaban a jugar tarot y compartían animadas charlas y mejor comida, así que yo me les aparecía con jabón, toalla y botella de vino terminaba impecablemente alegre.

Pero ella, 23 años, figura de junco y ojos verdes como horizontes, se duchaba con una manguera a cualquier hora y sin cerrar la puerta en el perfume a humedad y a tierra de un lavadero en penumbras.

En el tercer piso, que era la planta más alta de aquel edificio había, como en todos los demás, dos apartamentos. Uno de ellos era el mío. Desde él podía ver los techos de la ciudad, allí recibía el primer sol de la mañana y siempre encontraba un momento para observar las luces de la tarde. El lugar, aunque estrecho, era luminoso y aireado: apenas una cocina, una habitación y al minúsculo baño. Aunque la mesa de la cocina era grande, las generosas ventanas, las paredes casi desnudas y mis pocos objetos hacían que el lugar pareciera más amplio.

En el jardín había árboles poderosos, mucho césped y cinco entradas todas iguales. Los inquilinos éramos una comunidad fortuita de ancianos, estudiantes, desocupados y uno que otro borrachín abúlico. Cuando el tiempo lo permitía los vecinos invitaban amigos, organizaban cenas y meriendas y charlaban durante horas desparramados en la hierba. El barrio era tranquilo, pero en verano, cuando todos vivíamos con las ventanas abiertas, se podían claramente escuchar las tormentosas broncas de una pareja que vivía en la misma calle.

Razali era mi vecino más cercano, pero la primera vez que lo vi fue cuando llamó a la puerta de mi casa. Cuando abrí me sorprendió su aspecto: venía envuelto de la cintura para abajo en una tela de algodón que le llegaba a los tobillos, tenía los pelos tiesos y revueltos y tras unos dientes enormes exhibía una sonrisa que me pareció admirable. Fue directo al grano y en pocas palabras me propuso reunirnos cada dos semanas para cenar juntos y conversar sobre nuestros respectivos países. Acepté de inmediato y allí mismo acordamos una fecha para vernos.

Oscar vivía un piso más abajo y estaba decidido a ser escritor. Yo le conocía de una manera apenas casual, pero al vivir en la misma casa fue casi inevitable ser testigo involuntario de sus asuntos. Como le había criado una abuela nacida en Hamburgo, declaraba haber descubierto en la literatura alemana ¨el espejo en el cual reflejar su alma¨. Siempre hablaba apresurado y mucho, pero nunca por largo rato sobre un mismo tema. Alguna vez me invitó a comer un apfelstrudel con hachís que le cayó fatal. Otra vez mencionó con nostalgia ¨el poder creativo del universo¨.

Por las noches, cuando le arrebataban las premuras literarias, sacaba al jardín una mesa, una silla, una lámpara de pie, un cable larguísimo y una antigua máquina de escribir con la que tecleaba hasta bien entrada la mañana. Creo que todos veíamos con simpatía esos excesos porque siempre le invitábamos a compartir nuestros desayunos. Durante ellos Oscar nos auguraba textos que prometíamos leer pero que nunca llegamos a ver.

Fue su hermana quien comenzó a bañarse en el lavadero cuando Oscar se fue a Berlín y ella heredó su piso.

La primer cena con Razali fue en mi casa. A última hora preparé algo de comer y me dispuse a hacer una descripción genérica de mi tierra. Pero Razali abrió la charla con preguntas sobre temas específicos mientras comía desordenadamente y me miraba con uniforme intensidad. Descubrí que le interesaban debates teórico políticos a los que los pocos de mis coterráneos en la ciudad apenas prestaban atención. Ya desde el primer encuentro mostró curiosidad por asuntos que yo suponía lejanos.

Si bien todos sentíamos que el país cambiaba, apenas veíamos en el futuro algo más que vagos proyectos personales. Aún no habían asesinado al primer ministro y por ese entonces yo acababa de volver de una larga y feliz estancia en México.

En uno de los apartamentos del primer piso vivía una anciana con sus dos hijos, cuarentones y solteros, nacidos allí mismo. Para los vecinos era un misterio cómo los tres se las arreglaban para vivir en un lugar con apenas una cocina y un cuarto. Los hermanos eran hombres toscos, de pocas palabras, discretamente borrachos. La anciana, flaca y de mirada elusiva, raramente salía a la calle. Ninguno de ellos tenían trato con los demás inquilinos de la casa o con persona alguna del barrio. Cuando los desalojaron se fueron a vivir en las afueras de la ciudad y la anciana falleció poco tiempo después. No había pasado ni tres meses desde su mudanza cuando comenzamos a ver a los hermanos dando vueltas por el vecindario. Se paraban en la esquina y desde allí nos saludaban con imperceptibles movimientos de cabeza.

En el apartamento que ellos dejaron pasó a vivir Frida, una mujer mayor a quien habíamos visto andar a los gritos por la calle, buscando broncas con quien fuera. Ahora descubríamos que, además de buscar grescas, robaba compulsivamente coches de niños. Después de un tiempo, al ver tres o más de estos coches aparcados al frente de la casa, sabíamos esperar la visita de un par de policías.

Las comidas de Razali llevaban muchas especias y siempre se completaban con arroz. Razali no bebía alcohol ni comía pan. Cuando hablaba lo hacía con frases bien pensadas y se expresaba con entusiasmo. No hacía preguntas superfluas. Escuchaba con delicada atención mis relatos y yo hacía lo posible para no aburrirle con torpezas. Mientras charlábamos, pese a la gravedad de algunos temas, reía todo el tiempo.

Además de aprender a apreciar aquellos platos tuve que familiarizarme con lugares que hasta entonces para mí eran arcanos: Laos, Burma, Yakarta, Manila o Birmania aparecían en las charlas. En cambio el Chaco, Patagonia, la Amazonía o el Caribe eran lugares que Razali ya había concebido. Su curiosidad sobre mi tierra, cuyo conocimiento llegó a ser extenso, estimuló la mía. Fue cuando confirmé estas cosas que recordé la cocina de mi abuela paterna y comencé a variar la complejidad de mis recetas.

Oscar regresaba a veces de Berlín donde finalmente estaba estudiando alemán. Buscando, había encontrado una hermana de su abuela. Después de varias visitas (en las que sospecho conversó en un alemán rudimentario) la anciana le invitó a instalarse en su casa, la cual él describió como grande, antigua y solitaria. Imagino que de madera. Durante una de sus idas y venidas Oscar se enamoró de una joven angelical que murió poco después en la India, mordida por un perro rabioso. Entonces dejó de escribir por un tiempo y con preocupación le vimos llegar a la casa en estados lamentables.

Fue por ese entonces que asesinaron al primer ministro. Nos enteramos de su muerte en un bar lleno de gente cuando alguien cortó de cuajo la música y la general algarabía. Al día siguiente estábamos como suspendidos. Trabajábamos, hacíamos las compras o cruzábamos las plazas casi flotando. Cuando hablábamos aparecían inevitables silencios.

Con el tiempo, las charlas con Razali fueron dibujando paisajes que acabaron por ser referencias familiares de las que no estaba ausente el humor. Aparecían así la fe musulmana y Zoroastro, Gandhi y Lenin, el confucianismo y Lutero, o los filósofos griegos y sus contactos con el reino de Asoka. Tampoco faltaban Bizancio, las cruzadas, Ataturk y el Imperio Otomano.

Una vez escuchamos que Razali sostenía una discusión con dos policías en la entrada de la casa. Iba vestido con su tela de algodón amarrada y gesticulaba con calma mientras que Frida, que parecía dispuesta a morir en la gresca, se disputaba un cochecito con uno de los policías. Los vecinos pensamos en interceder temiendo que ambos fueran detenidos. Pero pese a un confuso comienzo, finalmente quedó claro que el cochecito era un regalo de Razali para Frida. Después de decir algo (que nos neutralizó a todos) sobre la relación asimétrica entre criminalidad y justicia, Razali nombró la tienda de segunda mano donde había hecho la compra y sugirió a los policías ir hasta allí para comprobar sus palabras. Luego exhibió su fenomenal sonrisa, dio las buenas tardes y subió las escaleras arrastrando sus pantuflas. Frida brillaba como un sol. Los policías se marcharon, un tanto confundidos pero satisfechos.

Oscar apareció un día con la cabeza vendada. Nos contó que unos muchachos le habían pegado en Berlín al confundirlo con un árabe y nos preguntó si podíamos ayudarle a escribir proclamas.

Tino, un chico ágil y despreocupado que vivía del contrabando de serpientes y reptiles exóticos, disfrutaba por períodos los privilegios y atenciones de la hermana de Oscar. Fue bastante después de la noche en que mataron al primer ministro por la espalda (mientras caminaba por la calle con su esposa) cuando a Tino se le escapó una iguana que Razali atrapó en la escalera y evaluó con ojos culinarios.

Después de muchas cenas las que en total se prolongaron por tres años, Razali decidió contarme algo sobre sí mismo. Venía de una aldea pequeña donde su etnia había mantenido en secreto un sistema de defensa personal que practicaban por las noches escondidos en el bosque. Explicó que ahora vivía bajo nombre falso y que, desde que un primo suyo se había marchado de la ciudad nueve años atrás, no tenía con quien hablar ninguna de las tres lenguas que aprendió en su infancia. Contó que trabajaba de limpiador pero nunca supe donde. También dijo que un día se marcharía sin despedirse y que entonces no nos veríamos nunca más.

Durante los últimos encuentros expuso ideas que ahora recuerdo con lagunas lamentables. Explicó por qué pensaba que el marxismo y el sicoanálisis eran las últimas herramientas ideológicas (y las más efectivas, dijo) del colonialismo. Sospechaba del materialismo histórico que consideraba demasiado próximo al idealismo cristiano. Proponía el ejercicio de formular marxismos basados en las tradiciones del Corán, en los animismos de Siberia o África, o en la cosmogonía maya, aún cuando esos ejercicios resultaran en fracasos. Decía que el más diabólico de los chistes de Hegel era la apropiación de los conceptos orientales de dialéctica. Por Freud solo sentía terror y lástima. Del budismo revolucionario destacaba su propuesta no jerárquica y del taoísmo su propensión a la revuelta. No tenía relación ni con la música, ni con el arte, ni con lo que yo al menos conocía como literatura. Sí con el cine. Confesó que mientras esperaba poder volver a su tierra se había doctorado en ciencias políticas con una tesis que calificó de ridícula. Me dijo también que le gustaba mi comida y me regaló varias de las especies que él usaba.

Un día la hermana de Oscar rompió radicalmente con Tino, el de la iguana. Tino, suponemos que por venganza, se dejó en el lavadero una cría de boa que nos costó atrapar. Mientras Razali trataba de atraparla encontramos un papel con un poema que más o menos decía: ¨Mi Poesía/es más Moderna/porque Mi Vanguardia /es Más Grande./Que la tuya.¨

Razali despareció como prometido. Dejó la llave de su piso puesta en la puerta y el resto de sus cosas tal como estaban. Dos años más tarde también yo emprendí la marcha. Me dicen que la casa fue comprada por un grupo de personas que la renovó y que viven allí desde entonces. También me dicen que ejercen la arquitectura y el diseño. A Oscar no lo volví a ver por mucho tiempo, pero una vez recibí una carta suya en la que prometía enviar su novela en cuanto la publicara. Cuando le respondí, aproveché para preguntarle si él había sido el autor del poema que encontramos en el sótano. No tardó en contestar negando con horror haberlo hecho y me contó que había descubierto la literatura catalana y que tenía planes de vivir en Barcelona.

       Carlos Capelán

agosto 2015/febrero 2016

Lund, Suecia