Broken Walks – CASTELLANO

Broken walks

Cuando era niño tuve un amigo neozelandés al que nunca encontré personalmente. Mi padre le conoció durante un viaje en tren en Uruguay antes de que yo naciera. Se llamaba Stuart Marshall, vivía en 8th Ranfurly Road en Auckland, Nueva Zelanda y tenía una finca donde criaba ovejas. Estaba haciendo un viaje de estudios por Sudamérica y no hablaba una jota de español. Mi padre, como muchos de su generación, era autodidacta en variados terrenos. Además del gallego, la lengua de su padre, había estudiado el difícil idioma vasco (la lengua de la familia de su madre), el francés, el italiano e incluso el ruso, para poder leer algún clásico en versión original según decía. Si bien leía fluida y asiduamente el inglés, maltrataba su habla por falta de ejercicio en la conversación. Al final de los años treinta era difícil hablar otras lenguas que el castellano o el portugués en las vastas regiones de América del Sur. Mi padre solucionaba este inconveniente yendo al puerto a practicar su inglés con los marinos. Stuart Marshall y mi padre se hicieron amigos y se escribieron durante casi cuarenta años.

 

Yo me sabía nacido en la capital más austral del mundo. Esta conciencia del Sur estaba sostenida en Montevideo por la presencia de la Cruz del Sur y porque en invierno adoptábamos a los pingüinos heridos que llegaban a la costa y les llevábamos a casa para que recuperaran fuerzas a base de pescados y picotones. Cuando les regresábamos al mar atravesaban la playa con decidida urgencia y nadaban en línea recta hacia el horizonte. No miraban atrás. También sabía entonces que Ciudad del Cabo y Santiago de Chile, lugares para mí igual de distantes e imaginarios, compartían paralelos con mis barrios. Acostado en mi cama por las noches trataba de imaginar Ciudad del Cabo y Table Mountain, Santiago de Chile y el río Mapocho e imaginaba también a los niños de esos lugares viendo mis estrellas en horarios de despiste.

Cada Navidad, y hasta que cumplí once o doce años, Stuart Marshall me enviaba los anuarios de las historietas infantiles de Rupert the Bear que yo disfrutaba en extrañas traducciones paternas. Y cada diciembre mi padre traducía las cartas de saludos navideños para Nueva Zelanda que yo copiaba letra por letra en combinaciones que me eran absolutamente incomprensibles.

Sé que en la finca de Stuart Marshall había un árbol que llamaba la atención en la comarca porque era de una especie desconocida allí. Con la ayuda de mi padre se llegó a establecer que el árbol (indudablemente un ombú) era originario de Sudamérica. Lo más probable, se dijo, es que hubiera crecido de una semilla viajada en las lanas de una oveja que hizo el viaje de las pampas a Nueva Zelanda.

Desde niño siempre pude evocar en el paisaje de Auckland el perfil de un árbol solitario que hubiera reconocido con alegría si pudiera tenerlo enfrente.

He pasado buena parte de mi infancia trepado a un árbol en la casa que mis padres tenían en las costas del Río de la Plata. Allí he leído libros, he tomado mis meriendas, he escuchado y contado historias a mis amigos, he aprendido algo sobre la vida de los pájaros y los insectos, y allí me he sentido como en mi casa entre las ramas y las hojas de esa casuarina australiana. Siempre supe que el sonido del viento entre los hilos del follaje era el sonido de otro Sur.

Los horizontes de la zona Atlántica Sur de Sudamérica son planos, a veces ondulados. Cielos altos y luz rasa, vegetación rala, solitarias praderas, procesiones de postes, líneas de alambre de púas y ganado. Ovejas o vacas pastan con los hocicos pegados al suelo. A veces nos miran con sorpresa indiferente y luego vuelven a sus rutinas metódicaa. Nosotros sabemos (cómo no lo íbamos a saber!) que esas vacas, esas ovejas, esos caballos entre horizontes, pasean sus sombras entre piedras y líquenes que tuvieron nombres aborígenes. Entreverados con el ganado, las alambradas, los arbustos y los caminos silenciosos, hay manchas de pequeñas arboledas. Se plantan allí, en esas soledades, para que el sol de verano, que es despiadado y enérgico, no acabe por quemar los testuces del ganado. Si uno quiere llegar hasta una de esas arboledas tiene que caminar entre pasturas y arbustos como un náufrago. Se llaman, de hecho, “islas” y están pobladas de nidos de pájaros y de ecos. La mayoría de los pájaros son loros pequeños, verdes y bochincheros que se alarman por cualquier cosa y cuyos bullicios contrastan con el silencio de esos campos. En el suelo de estas islas el pasto es particularmente alto y uno camina apartando ramas caídas y boñigas secas. Las islas son, en su inmensa mayoría, bosquecillos de eucaliptos que han reemplazado la flora indígena.

Tal vez lo sepamos, tal vez no. Tal vez estemos cansados de ser de lugares usurpados para siempre. Tal vez estemos acostumbrados a la presencia de Otro entre Nosotros. Tal vez no. Tal vez hayamos aceptado la incoherencia tanto como aceptamos el nervioso gesto de la lógica. Tal vez lo cotidiano siempre tenga incorporado en nosotros roturas y faltas, relatos en suspenso. Tal vez eso nos importe mucho, tal vez no nos importe nada. 

Los eucaliptos se ven en todo el paisaje americano de Patagonia a la costa Norte de California. Annika, mi esposa, que es nacida en el Sur de Suecia, no puede dejar de

asociar el aroma a eucaliptos con el de los bosques que conoció en su primera visita a Uruguay. Incluso en España, en el enorme mar de eucaliptos que remplazan en Galicia los antiguos robles, castaños, nogales, abedules, pinos y abetos, ella percibe el olor a Sudamérica.

Rodnay Rosas Walker, con quien compartimos estudio en Montevideo apenas dejada la adolescencia, me llevó un día de paseo a las Montañas Azules, no lejos de Sydney. Desde Las Tres Hermanas vimos el aire añil de esos bosques infinitos y supe del mareo que produce un paisaje de montañas cubiertas de eucaliptus. Una tormenta de aguanieve nos hizo dejar la contemplación y entreverarnos en el desorden de plumas y gritos de un motón de loritos de colores alborotados por el frío.

Para escondernos de la tormenta entramos a una cafetería atendida por una uruguaya que había vivido en Mozambique. La señora se animó con la presencia de dos compatriotas y dejó escapar retazos de su vida en una charla que fue intensa pero breve. Nos contó que amaba Mozambique; que había vivido allí y compartido casa con una suiza y dos españoles hasta que ella se separó de su esposo, un ingeniero chileno; que la vida en Australia era dura para los inmigrantes a causa del racismo pero que, pese a todo y a diferencia de Montevideo, aquí había encontrado democracia, cultura cívica y respeto al individuo. No sé en qué pensaba Rodnay entonces, pero sé que yo pensé que en ese “aquí” de la señora cabían muchas e innombrables Montañas Azules. Y nieve y loritos de colores.

Con Alfredo Pernín, que en alguna época ejerció estudios y curiosidades por la geología, dejamos atrás los rascacielos y los arrabales de Johannesburgo. Íbamos rumbo a Northern Transvaal para ver la enorme falla geológica africana producida en los tiempos de la antigua Gondswana. Vimos en silencio las enormes gargantas, las profundas hendiduras y la larga planicie que se extendía hasta el Océano Índico desde unos riscos rojos, majestuosos, antiguos. Deambulando por el pastizal, un babuino y yo nos vimos de golpe el uno frente al otro. Ambos pegamos un grito, saltamos espantados y corrimos invocando cada uno la calma de su especie.

Esa noche descansamos en un hotel de pequeñas cabañas con nombres africanos y pinturas de animales salvajes en las habitaciones. Recuerdo que en mi baño había pintado un hipopótamo con la boca abierta que rimaba inefablemente con el inodoro de tapa levantada que había al lado.

Alfredo y yo nos registramos y el bóer dueño del lugar expresó abiertamente sus sospechas ante propietarios de pasaportes suecos que no fueran rubios de ojos azules. Nosotros le miramos con melancolía y evitamos su hospitalidad rencorosa cambiando de tema y poniendo toda nuestra atención en las canciones en inglés con las que su hermana, sentada ante un piano mal afinado, contaminaba nuestra cena.

En Johannesburgo habíamos conocido a Pepe, hijo de africanos negros e hindúes. Había nacido en Durban y estaba cansado de que negros, blancos e hindúes le miraran con racial desconfianza. Nos dijo, en un momento de sinceridad y rabia, que a veces se hacía pasar por italiano y que por eso se decía llamar Pepe, que su deseo más íntimo era llegar a Italia, que quería desaparecer allí adaptado para siempre (“uno más entre muchos”, dijo), y que quería irse lejos de esa tierra de otros: África. Era delgado, bien proporcionado, de rasgos finos, sonrisa fácil y ademanes entre la urgencia y lo displicente. Añoraba llegar a Roma. Su segunda opción era México.

Hay trampas fáciles en un viaje que a veces es divertido permitirse. Nikos y yo acabábamos de tomar un lunch rápido en las afueras de Melbourne mirando una escuela de surf para niños y unas olas pequeñas de espumas blancas y veloces. Nos hicimos una foto delante del horizonte y yo supe, físicamente, que estaba viendo nuevamente y por primera vez esa línea de agua y cielo que había mirado tantas veces desde las costas de Chile. Visto desde el otro lado, el horizonte era igual y sin embargo no era el mismo. Hasta ese momento, detrás del horizonte siempre había otra cosa, pero esa mañana en Melbourne, más allá del agua estaba yo, mirando hacia los dos lados.

Carlos Capelán

Bergen, Noruega; Malmö, Suecia 2004

Texto de un performance académico realizado en el año 2004 durante el seminario Empires, Ruins and Networks: Art in Real Time, Australian Centre for the Moving Image, Melbourne, Australia